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La última carrera de 'el Pulpo'

El presunto autor de la matanza de Vilaboaparecía ganarse el pan como un afable taxista

,José Manuel Rodríguez Lamas, el Pulpo, estaba esperando ese momento desde tiempo atrás."¡Matadme, matadme!", gritaba a los policías sin dejar de disparar sus dos pistolas. Estaba rodeado. De hecho, un agente le tuvo a tiro y a duras penas contuvo sus impulsos de apretar el gatillo. El Pulpo, según las acusaciones, había matado días antes, con frialdad, a cuatro de sus coleguis. Otro sobrevive pese a que la bala le atravesó el cráneo. Era el fin de un historial delictivo apabullante. Y, sin embargo, Rodríguez Lamas, que ejercía de atracador al tiempo que de taxista, no parecía un mal tipo: familiares y compañeros de parada así lo atestiguan.

En su biografía no hay padres borrachos, malos tratos infantiles ni un entorno miserable. Hijo único, no había nada que potenciara sus aficiones criminales. El alias se lo ganó en el patio del colegio por su destreza al mover los brazos cuando se enzarzaba en peleas. Su familia, inmigrante de una aldea próxima a Vigo, tuvo que trabajar con dureza cuando él era niño, pero pudo recoger los frutos de ese esfuerzo inicial y ha vivido sin agobios. Salvo por el chico, cuyos malos pasos no se explicaban ni había manera de enderezar. Ahora, tras la matanza de Vilaboa (Pontevedra), el 21 de enero, y el trepidante tiroteo del pasado martes, se ahoga en desolación.

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El Pulpo le daba a todo. Se había hecho un asiduo de la comisaría, un cliente en la jerga policial. Por atracos a mano armada y trapicheos. "Apenas hay delito por el que no le hayamos detenido", dice un policía. Decenas de veces. Su mayor cualificación, no obstante, era la de robar coches para utilizarlos en atracos, todo a punta de pistola. En numerosas ocasiones su nombre ha saltado a las páginas de sucesos locales por esa actividad. Tampoco le hacía ascos a ninguna droga y se enganchó a la heroína.

Su padre intentó rescatarle por milésima vez cuando cumplió su última condena. Pagó más de 10 millones de pesetas por una licencia de taxi que le permitiera una ocupación decente. Jose, como se le llama en familia, se había enamorado de una chica que conoció en la aldea durante los veranos, cuando ella venía de vacaciones con sus padres, emigrantes en América. Ella sabía de sus problemas, confiaba en su recuperación y aceptó quedarse en España para iniciar juntos su vida en Vigo. Hace seis meses se casaron y él accedió a someterse a un tratamiento de desintoxicación.

Rodríguez Lamas, que este año cumplirá los 30, parecía estar en el camino de su redención. Los taxistas vigueses, aun conociendo su turbio pasado, le recuerdan como una persona de trato afable. Cada día, su esposa le preparaba la dosis de naltrasona, antagonista de la heroína que le mataba las tentaciones del pico. Pero este fármaco no surte efecto con la cocaína, que consumía a puñados.El taxi le facilitaba una estupenda tapadera para pasar los días en la calle. En casa, Jose era un marido cariñoso. Para sus colegas, nunca había dejado de ser el Pulpo. Roberto Iglesias era uno de los más próximos. Un día, delante de los demás, le recibió a punta de pistola para arrancarle 90.000 pesetas. Para Rodríguez Lamas fue, sobre todo, una humillación que allí mismo amenazó saldar a muerte al siguiente encuentro.

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El sumario ha sido declarado secreto, pero la matanza del hostal La Ría parece haber tenido como detonante el asesinato previo de Iglesias, cuyo cadáver no se ha localizado. El Pulpo no quería dejar testigos y por eso buscó a los otros: una pareja de camellos y dos de sus clientes, que tuvieron la mala suerte de cruzarse en su camino.

Después de esa carnicería, Rodríguez Lamas debió de considerar culminada su vocación de dillinger. Era una bomba andante. Avisó a su mujer de que no podía volver por casa porque estaba "metido en problemas". La policía temía no neutralizarle antes de que las máscaras del carnaval invadieran las calles. La cúpula aprobó el lunes la operación de caza y captura. La emboscada debía realizarse en un momento y lugar poco concurridos para evitar una masacre.

El martes, hacia las 22.30, fue advertida su presencia en el barrio de Cabral. Una decena de agentes, de paisano, cercó sigilosamente el callejón en que había aparcado su coche. El momento había llegado en el escenario potencialmente menos peligroso. "¡Alto, policía!", cantó uno de los agentes. El Pulpo tuvo la reacción prevista. Introdujo ambas manos bajo la cazadora, las sacó esgrimiendo sendas pistolas y empezó a disparar tras parapetarse en el automóvil.

Fueron tres minutos de vértigo y confusión. Los agentes resistieron su primera acometida. El Pulpo se percató de que estaba rodeado y, retando a que lo mataran, comenzó a tirar al tuntún: una bala entró por una ventana, otra rebotó en la pared e hirió en el glúteo a un funcionario, los clientes de los bares se echaron cuerpo a tierra... Pero, finalmente, tuvo que rendirse a la evidencia.

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