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¿Gobierno o grupo de presión?

Cuando los constituyentes de 1977-1978 abordamos el procedimiento de elaboración de las leyes, partíamos de dos constataciones bien sencillas: primera, que en un sistema democrático las leyes las hacen y aprueban los Parlamentos libremente elegidos por los ciudadanos; segunda, que las dictaduras prescinden de Parlamentos y de elecciones y que se valen de otros instrumentos para legislar e imponer sin más su voluntad, entre ellos el decreto-ley. Esto es lo que hizo en nuestro país el franquismo durante tantos años. Sin embargo, sabíamos también que en un sistema democrático pueden darse problemas o situaciones excepcionales que exigen una solución rápida. Por ello aceptamos con reticencias la inclusión de la figura del decreto-ley en la Constitución, pero la rodeamos de muchas precauciones para que ningún Gobierno pudiese utilizarla para burlar el papel real del Parlamento.Por eso el artículo 86 de la Constitución dice que un decreto-ley sólo se podrá dictar en caso de extraordinaria y urgente necesidad y que en ningún caso podrá afectar al ordenamiento de las intituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el título I de la propia Constitución, ni tampoco al régimen de las comunidades autónomas ni al derecho electoral general. También dice que el decreto-ley tendrá un carácter provisional y que en todo caso tendrá que ser aprobado o rechazado por el Congreso de los Diputados en el plazo de 30 días después de la promulgación y hasta cabe la posibilidad, como última precaución, de que, una vez aprobado, el decreto-ley se tramite como proyecto de ley, o sea, que puede ser ratificado tal cual o enmendado y modificado por las Cortes. Esas cuatro precauciones mostraban a las claras que nadie se fiaba de los decretos-ley y que todos deseábamos el mayor control posible para que la apelación a la urgencia no nos llevase al deterioro del sistema legislativo democrático.

Naturalmente ha habido y hay una importante discusión doctrinal sobre los conceptos en juego, como los de "extraordinaria y urgente necesidad", el alcance real de los derechos, deberes y libertades excluidos de la regulación por decreto-ley y los efectos jurídicos de una eventual modificación del decreto-ley ya aprobado y tramitado posteriormente como ley. El Tribunal Constitucional, a su vez, ha elaborado una importante jurisprudencia al respecto. Pero, por lo que estamos viendo, es evidente que aquellas precauciones fueron pocas, porque entre lo que se discute y dictamina y lo que se hace desde el Gobierno empieza a existir un enorme abismo. No conozco a ningún jurista serio ni a ningún magistrado serio que acepte, por ejemplo, que el decreto-ley pueda utilizarse como arma política para ventilar un conflicto de intereses partidistas, ni menos todavía como instrumento de intimidación contra un rival público o privado. Y somos muchos los que llegamos a una misma conclusión: el Gobierno que lo utilice en este sentido deja de ser Gobierno y se convierte pura y simplemente en un grupo de presión.

Creo que esto es lo que está ocurriendo con el Gobierno del PP. De hecho, en estos meses últimos, este Gobierno ha utilizado el decreto-ley como instrumento normal y corriente de legislación y con ello ha pervertido su sentido, convir

propio Gobierno se inventa. No acierto a entender, por ejemplo, dónde está la "extraordinaria y urgente necesidad" cuando la directiva comunitaria a trasponer llevaba meses y meses en el congelador. Pero sí entiendo cómo la interpreta y utiliza el Gobierno cuando con celeridad extraordinaria y urgente manda inspectores a las tiendas donde se exponen los descodificadores de Canal Satélite Digital para que comprueben, con fines sancionadores, que estos descodificadores no cumplen los criterios establecidos por el propio Gobierno 24 horas antes. O cuando encarece el servicio con un nuevo tipo impositivo. O cuando pone el registro de expedientes en manos de una comisión nombrada íntegramente por el propio Gobierno. Para este Gobierno, la "extraordinaria y urgente necesidad" consiste, pues, en impedir la anunciada puesta en marcha de una plataforma digital que no le gusta porque él mismo defiende otra que, al parecer, coincide más con sus propios intereses económicos y políticos. El mecanismo es sencillo y perverso a la vez: sabe que no puede impedir que dicha plataforma digital se constituya y recurre al sistema tosco y rudimentario de ponerle trabas, de sembrar clavos en la ruta y de levantar ante ella obstáculos jurídicos y económicos para favorecer a otro contendiente.

Naturalmente el decreto-ley se tendrá que convalidar en el Congreso de los Diputados. Y aquí asistiremos a la segunda parte del asunto. El PP contará seguramente, con los votos exclusivamente políticos de otros grupos que van a lo suyo y con los votos presuntamente ideológicos de una Izquierda Unida que se enfrentará con un grupo y tomará partido a favor de otro en nombre de "lo público" contra "lo privado", sin saber dónde está lo uno y lo otro, y haciendo coro con grupos y gentes que se estarán muriendo de risa ante la prosopopeya doctrinal de Julio Anguita.

No sé si esto es un drama o una farsa. La tarea de un Gobierno democrático consiste en resolver problemas, no en crear más de los que hay. Consiste también en abrir vías de desarrollo para todos, no en cerrarlas para unos y abrirlas para los suyos. Consiste, finalmente, en aportar seguridad a la población, no en generar crispación y actuar a la vez de Gobierno y de oposición contra la oposición. Pero más allá de esta extraña concepción de la política, que ya es más permanente que coyuntural, el problema de fondo es muy serio. El decreto-ley no se incluyó en la Constitución para resolver contenciosos político-económicos provocados por un Gobierno parcial.

Por ello, la utilización que se está haciendo del mismo pervierte su sentido político y jurídico y degrada a la propia Constitución. Esto va mucho más allá del conflicto sobre las plataformas digitales y pone en entredicho cosas muy importantes. Y también va mucho más allá del conflicto político entre el Gobierno y la oposición, porque nadie, sea del color que sea, puede asistir impávido a la degradación de la política y del propio Gobierno. Como ciudadano, me duele que el Gobierno de mi país se convierta, pura y simplemente, en un grupo de presión que utiliza el poder político y la Constitución para favorecer a un grupo afín y perjudicar al rival. No hicimos la Constitución para eso.Hace unos días, un amigo muy querido me decía, medio en broma, medio en serio: "Un Gobierno puede ser inepto, pero actuar de buena fe. Otro puede ser competente, pero actuar con mala uva. Lo malo es cuando un Gobierno es inepto y actúa con mala uva". Me temo que en eso estamos.

Jordi Solé Tura es diputado por el PSC-PSOE.

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