Control judicial
LA SALA Tercera del Tribunal Supremo ha decidido pedir los papeles del Cesid para examinarlos reservadamente. Aunque no prejuzga cuál será su veredicto final sobre si el Gobierno obró o no conforme a derecho con su negativa del 2 de agosto a desclasificarlos, la resolución judicial, que carece de precedentes, tiene en sí misma un alto significado.A estas alturas, el contenido de estos documentos es sobradamente conocido. EL PAÍS los publicó íntegros el pasado 17 de diciembre. Por eso, lo que está en juego no es si esos papeles declarados secretos van a ser o no desvelados. Mediante su resolución, la sala de lo contencioso-administrativo encargada de controlar la legalidad de las decisiones del Gobierno viene a indicar que se considera competente para juzgar lo que constituye una decisión esencialmente política: la clasificación como secreto oficial de unos documentos por razones de seguridad nacional. A reserva de lo que se establezca en el fallo definitivo y de los matices que en él puedan señalarse, parece que la Sala Tercera niega la autonomía gubernativa en esta materia.
Por otra parte, la sala ha decidido que sean los 33 magistrados que la componen quienes tengan acceso a los papeles -es decir, a la prueba reservada-, rechazando el examen de los mismos por un número reducido de ellos. Dentro de su lógica jurídica, difícilmente podía ser de otro Modo, pues es la sala en pleno la que habrá de resolver si el Gobierno actuó conforme a la ley. En cambio, ha considerado que las partes no pueden examinar los documentos que todavía tienen carácter secreto. El Gobierno, según se desprende de las manifestaciones de la ministra de Justicia, va a responder solícito a la entrega de los documentos. Tampoco podía ser de otro modo. Pero debe suspirar de alivio al haber encontrado lo que esperaba: una vía de salida para entregar a la judicatura unos documentos que por razones de principio se vio obligado a mantener como secretos, pero que en el fondo estaba deseoso de dar a conocer.
Sin embargo, esta resolución judicial genera consecuencias difíciles de calibrar. En primer lugar, si la Sala Tercera entiende que un órgano judicial, ella misma, puede reclamar del Gobierno la entrega de documentos secretos, hay que preguntarse si otros órganos judiciales -por ejemplo, los jueces instructores de la Audiencia Nacional- tienen la misma facultad. Si así fuera, se propiciaría un control difuso de los secretos oficiales, lo que deja demasiadas sombras de duda sobre el futuro de los servicios de espionaje. Pero si se niega esta posibilidad, en aras de la seguridad nacional, habría que explicar qué razones hay para limitar a una sala del Tribunal Supremo el acceso a dichos secretos.
En segundo lugar, la sala va a fallar sobre la base de una prueba cuyo resultado desconocen algunas dejas partes personadas en el caso; entre ellas, el abogado Íñigo Iruin, al que se le niega así su pretensión de acceder a documentos secretos. Habrá que ver si los interesados aceptan esta decisión o si la recurren, supuesto este que retrasaría aún más la decisión final.
En último extremo, más allá del caso concreto, cabe preguntarse si esta sala va a modificar su jurisprudencia y desconocer la doctrina del Tribunal Constitucional que reconoce la existencia de actos políticos no susceptibles de control judicial o, a lo sumo, sujetos a un control limitado. Aunque sobre este extremo habrá que esperar a la sentencia que ponga fin al proceso.
En todo caso, la complicada situación que se ha creado testimonia que existe un vacío en nuestro ordenamiento jurídico. Más hubiera valido no haber tenido que llegar hasta aquí y que la decisión del Gobierno de no desclasificar estos documentos se hubiera juzgado en sede parlamentaria o mediante algún sistema de control efectivo que no conllevara los problemas que hoy se plantean. Pero eso habría requerido una nueva Ley de Secretos Oficiales, y quizás algunas modificaciones en el Reglamento del Congreso, para regular de forma clara el control de la información reservada. Y, en paralelo, exige que todo el embrollo termine de una vez, mediante la depuración de las responsabilidades que correspondan por las actuaciones de los GAL.
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