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Tribuna:200º ANIVERSARIO DE SCHUBERT
Tribuna
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El amigo Franz

Sectas musicales, haberlas haylas. Puedo decirlo con conocimiento de causa: las he estudiado, me sé sus estrategias sobre plano, incluso sus puntos débiles (que aquí no desvelaré, por supuesto, para no crearme enemigos). No sin sonrojo, debo confesar que todo este conocimiento me viene de haber militado en varias de ellas. El lugar de honor de este universo inquietante lo ocupa sin duda la secta wagneriana. Por una razón muy principal: es la única auténticamente articulada en estructura de cuadros (asociaciones wagnerianas), con un comité central operante en Bayreuth desde los tiempos en que su primer secretario general y primer responsable de agitprop vivía. Este comité ha velado en todo momento por atajar de raíz desviacionismos pequefioburgueses intolerables con una consigna simple y eficaz como la revolución misma: Wagner es una cuestión de fe. O se cree en la obra de arte total o no se cree. Y, por supuesto, al enemigo, ni agua.Viene luego una secta aparentemente más dócil y políticamente menos articulada, pero no por ello menos tenaz a la hora de defender su credo: la de los beethovenianos. Estos sectarios no defienden propiamente una religión, un culto o una liturgia, como hacen los wagnerianos, sino la verdad revelada misma. Para ellos la historia de la música se cuenta por años antes (a. B.) y después (d. B.) de Beethoven. Según esta doctrina, el compositor vino al mundo para hacerse verbo, para enseñarnos el camino de la verdad. Y al ser esta verdad una y además estar de su parte, no les hace ninguna falta defenderla. Dios y el diablo, en su momento, ya se encargarán de reconocer cada uno a los suyos. A continuación vienen los mozartianos. Menos trascendentales que los anteriores, son por lo general buena gente. Eso sí, un tanto infantiles, como el autor que idolatran, abiertos en principio a otras corrientes musicales, partidarios siempre del diálogo... hasta que ponen el compacto con Dove sono, el movimiento lento del quinteto para clarinete, Soave sia il vento o, por ponernos pedantes -Mozart da mucho de sí por ahí-, el Laudate Dominum de las Vesperae solennes de confessore. En momentos semejantes, los mozartianos entran en trance, esbozan una media sonrisa, con los ojos levemente entornados, y echan mano de la evidencia: ¿quién, sino un enviado especial de Dios -así le considera lúcidamente Salieri en Amadeus- sería nunca capaz de elevarse a semejantes estratosferas?Vendrían a continuación especies relativamente menores: mahlerianos, stravinskianos, schoenbergianos, albanbergianos y demás anos -con perdón- de variado plumaje (sin olvidar a los verdianos y a los belcantianos, pero ésa es harina de otro costal). En este pelotón multicolor suelen ir camuflados los sectarios schubertianos. Gente aparentemente sanota, poco proclive al proselitismo, amante de la diversión y de la buena compañía. En realidad, son los más peligrosos.

Para empezar, cuesta reconocerles. No se estructuran en un Volkspartei, sino en gremios o cofradías (schubertiadas). Por poner un símil actual, más bien constituyen un lobby, un grupo de presión difuso que uno va encontrándose aquí, allá y acullá en esta vida. Veneran a un joven vienés que apenas vivió 31 años, un tercio de los cuales los pasó en casas de amigos, a salto de mata, sin perder por ello su excelente carácter: Franz Schubert.

El bueno de Franz, que diría Ramón de España, la verdad es que nunca supo organizarse demasiado bien. No atinó a la hora de venderse convenientemente. Lo suyo siempre fueron las tardes holgazaneando -¿o era inspirándose?- por las tabernas de Grinzing y las veladas musicales con los amigotes, a pesar de lo cual produjo una obra ingente. Estos amigos no tardaron en caer en la cuenta de que el hombre valía un montón, por lo que se dedicaron a montarle unas sesiones en las que su música era protagonista. La simpática compañía se solazaba con Der Musensohn (El hijo de las musas), dejaba caer una lagrimita con La bella molinera, se estremecía con El viaje de invierno y, al decir de las crónicas, se partían de risa ante los súbitos ataques de cólera del bueno de Franz cuando no conseguía interpretar al piano -mucho pianista se necesita para eso- sus propios Impromptus o sonatas.

De modo que así empezó el primer club de fans de la historia de la música. Luego vinieron Schumann y Mendelssohn y elevaron a Franz a los altares musicológicos. Pero los amigos no se rindieron por ello. Tuvieron hijos, y los hijos otros hijos... hasta nuestros días. Y lo prodigioso es que, dos siglos después de su nacimiento, Franz sigue contando con amigotes de los buenos, de esos que siguen disfrutando hasta el delirio con su música y llamándole por el nombre: caso único en la historia. Por eso precisamente, la secta schubertiana es la más peligrosa de cuantas se conocen: porque basa su temible poderío en el amiguismo, una red invisible de misteriosas complicidades en la que los incautos caen como moscas, atraídos por el artero reclamo del cofrade mayor Dieter Fischer-Dieskau.

Lo confieso, sí: yo soy una de esas moscas. Caí hace ya bastantes años, debía de ir por los veintipocos, pobre criatura. Desde entonces he acudido a muchos cursillos de desprogramación sectaria, pero nunca he conseguido sanar.

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