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¡Queremos tanto a Soriano!

A las once de la noche sonó el teléfono y no interrumpió nada porque estaba precisamente en eso, en hacer nada, y lo hacía pensando en Osvaldo Soriano mi hermano que yacía en un hospital de Buenos Aires definitivamente traicionado por sus pulmones de fumador. Y pensaba también en Juan Gelman, el enorme poeta que me confirmó una mítica forma de hacer nada practicada por Soriano: en 1972; cuando los dos- trabajaban domo periodistas para La Opinión, matutino dirigido por Jacobo Timerman, Osvaldo se pasó seis meses vagando por la redacción y entregado con total consecuencia a eso de hacer nada.-Seis meses. ¡Todo un récord! -me repitió Soriano en un café de París 25 años más tarde y con divertido orgullo.

De aquel hacer nada salió el manuscrito de Triste solitario y final, una de las obras cumbres de la narrativa latinoamericana.

A las once de la noche, hora europea, los pulmones de Osvaldo se decidieron a hacer nada. Había dejado de fumar en 1993, pero no de disfrutar del tabaco: todos los días se comía un puro Montecristo.

-Al levantarme mide 26 centímetros, y a eso de la medianoche apenas me cabe entre los dedos- me indicó caminando por Buenos Aires en marzo del año pasado.

Avanzábamos por Corrientes hacia la avenida 9 de Julio rumbo al Edelweiss, pese a que nos habían advertido que ya no era el viejo restaurante que conocimos antes del horror, dolor y exilio, pero siguiendo con una mutua costumbre de inventariar lo que nos faltaba insistimos y nos di mos una panzada de ravioles. Hablamos de Antonio Sarabía, de Santiago Gamboa, de Eduardo Febro, de Miguel Bonasso, de Paco Ignacio Taibo, de Rolo Díez, de Mempo Giardinelli, de Daniel Chavarría, de docenas de amigos que a esta misma hora están repitiendo conmigo iqueremos tanto a Osvaldo! con los dientes apretados, con deseos de meterle un piñazo a alguien, con la bronca que produce la muerte de un ser tan querido.

Y también, mordisqueando su puro, con hebritas de tabaco pegadas a los labios, Osvaldo recordó a Paco Urondo, a Otto René Castillo, a Roque Dalton, nuestros hermanos poetas sacrificados en la lucha por la decencia. Donde quiera que estén, ellos también repiten: ¡queremos tanto a Osvaldo!

Durante los años más duros de la represión, libros como No habrá más penas ni olvidos y Cuarteles de invierno no estuvieron en las listas de los más vendidos, pero fueron los más leídos, porque eran las novelas de la dignidad militante, escritas por un hombre que simbolizó y simbolizará la decencia como única opción de vida.

Nos vimos por penúltima vez en Buenos Aires, nos dimos cita en Santa Fe con Paraná a las once de la noche, como hoy que escribo estas líneas, y lo vi llegar con su chonguito de puro entre los labios y un ejemplar de La hora sin sombra, novela de un extraño viaje al pasado, al encuentro con los muertos, pero escrito sin el menor asomo de patetismo.

-¡Bien, Soriano! -saludaban los vendedores de periódicos y Osvaldo les respondía con una sonrisa salpicada de tabaco.

-¡Siga así, Soriano! -le decían los mozos de las confiterías y Osvaldo les contestaba con un encogimiento de hombros.

Aquella noche en el Edelweiss, hablando de amigos y luego de cómo hacíamos para entendernos bien con los personajes de nuestras novelas, conseguimos un récord que debería estar consignado en el Guinness: dejamos callado a Enrique Pinti, a esa mole de humanidad y ácido humor lo dejamos sin decir esta boca es mía.

Nuestro último encuentro tuvo lugar en Saint Maló, durante un festival de literatura al que nos invitó. Allí, caminando junto al mar, hablamos de que se nos estaban empezando a notar los anos, y que no estaría mal empezar a practicar algún deporte, además del ajedrez.

-¿Viste cómo he bajado de peso? -consultó para dar peso a sus argumentos.

Era cierto. Del gordo Soriano había pasado a ser el flaco Soriano, tal vez, sin quererlo, se daba en él la misma transmutación sufrida por Oliver Hardy, que poco antes de morir se vio flaco y declaró ser Stan Laurel. Esos dos personajes nos unieron, escribimos sobre ellos, les quisimos, y estoy seguro de que hoy, donde quieran que estén, los dos, levantando sus sombreros de bombín también repiten: ¡queremos tanto a Osvaldo!

De ti aprendí que tenemos el mejor de los oficios y el único homenaje que puedo hacerte es escribir, Osvaldo, hermano incondicional en las buenas, en las malas y en las peores. Ese mismo espíritu ácrata que nos une, ese mismo agnosticismo que nos da fe, me hace creer que volveremos a vemos, no sé dónde, tal vez allá abajo, muy abajo, en aquel lugar calentito en el que se puede fumar eternamente y nunca faltan las cerillas.

Hasta entonces, Osvaldo Soriano. Hasta entonces, hermano.

Luis Sepúlveda es escritor chileno.

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