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La decadencia del insulto político

"Este señor Franchy Roca ni siquiera es tonto". La frase, rotunda, brevísima y demoledora, se encuentra en los diarios de Azaña -aunque no salida de sus labios- y demuestra una perversa capacidad para utilizar la lengua como un estilete viperino. La concisión multiplica en este caso el efecto corrosivo y produce el resultado de un infarto en el vilipendiado. Pero también se puede insultar de manera más morosa, con delectación, acompañándose de meandros estilísticos y leve voluntad sádica. Véase, por ejemplo, la siguiente frase, en este caso del propio Azaña: "Lo más inasequible del mundo es pedirle a Domingo precisión y detalles de ninguna cosa. Hasta el castellano que habla se compone de expresiones vagas, generales e inapropiadas. No es que sea tonto pero su mente es oratoria y periodística, sin agudeza ni profundidad; no es artista ni técnico; la plasticidad realística no le atosiga; es bondadoso y débil". En casos como éste el desfallecimiénto del insultado es producto del estrangulamiento.La irremediable decadencia instalada en nuestras costumbres políticas ha producido el olvido del arte de insultar como Dios manda. Aquí el último político que ha insultado bien fue Enrique Tierno Galván, que solía abonarse al estilo sintético. Véanse dos perlas extraídas de sus memorias: Tovar era "una personalidad admirable por saber pero difícil de descifrar" y García Trevijano, "una inteligencia clara para explicar la confusión pero no para salir de ella".

El antiguo alcalde de Madrid hubiera padecido al contemplar el último par de grescas con las que hemos sido obsequiados. Empieza por sorprender su gratuidad. Las encuestas pueden no ser benévolas con el Gobierno pero está sólidamente asentado en un pacto parlamentario que parece más estable que el del PSOE en el periodo legislativo anterior. El tiempo parece jugar a su favor no sólo porque la situación económica mejorará sino, más aún, porque algunos de los que saben poquísimo de los asuntos gubernamentales que tiene entre manos acabarán aprendiendo (y otros serán defenestrados). El adversario padece de una especie de parálisis retrospectiva, convertido en estatua por la contemplación de su pasado. Por si fuera poco, las solemnes exequias de Guerra mantienen ocupado al socialismo de quien es de lamentar que tienda a asimilarse al lenguaje del difunto. El peligro del PP reside, más que nada, en sí mismo: en la manía perversa de normaduvalizar los favores públicos, en disparar antes de apuntar o en la propensión a descubrir el Mediterráneo cada día a primera hora de la mañana.

Uno está curado de espantos por lo que ha hecho el PSOE en el poder, pero la acusación de haber hecho una anmistía fiscal selectiva y encubierta de entrada produce la sensación de extremada improbabilidad porque el intento hubiera involucrado a demasiadas personas en la Administración y durante una época en que la fluidez en la aparición de los escándalos era enorme. De la acusación de fraude se ha pasado a la incompetencia y se ha argumentado que se trata de un ataque político como si este adjetivo valiera para excusar cualquier prueba factual y para aceptar toda ruda desmesura en la agresión. De modo que se nos ha embarcado en un camino sin otra salida que la exasperación que no abandonaremos sino por cansancio.

En cuanto a las detenciones de terroristas en Francia, resultando una cuestión parecida por indemostrable, testimonia un juicio muy pobre de los españoles. ¿Cree el vicepresidente que no estamos ruborizados hasta las cejas por los indicios de que en el pasado se usaron mal los fondos reservados? ¿No tiene otro argumento que recordárnoslo? La utilización partidista de la lucha contra ETA frivoliza el horror y puede volverse contra quienes la practiquen. Es evidente que el PSOE, en torno a 1982, hizo no pocas cosas como éstas que ahora imita el PP. Pero si de verdad se quiere pasar la página y entrar en una época nueva el procedimiento no consiste en aprovechar la más mínima ocasión para provocar una gresca entre infantil e inútil. El PP se dice heredero del centrismo de la transición. ¿Alguien puede imaginar a Adolfo Suárez ejerciendo de Álvarez Cascos?

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