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El poder del huevo

En toda la naturaleza acaso no hay una formación tan compleja y enigmática como el huevo. Se puede contemplar un huevo durante un tiempo prolongado y no hallar nunca término a su amenidad. No es el caso, por ejemplo, de la esfera que nos despide con su obsecuencia monótona y complacida, ni es un cubo que se calca y se repite en su tenaz tartamudez. El huevo es, por el contrario, elocuente, distintivo y elegante. No revela nunca su misterio y se complace en los designios de su muy pulida ambigüedad.El huevo es como la simiente del universo. También, por supuesto, de la vida sin descifrar y cuya fomidable eclosión produce en silencio, interiormente, sin dar cuentas a nadie de un portento que se realiza dentro de sí como en una alquimia sustraída a toda observación.

El huevo es más que real. Es superreal. Es tan surrealista como para constituirse en la pasión de los sueños de Dalí, de Gris o de Miró, para acompañar la pintura de Velázquez y de Zurbarán y para ser, como escultura, la más tenaz obsesión abstracta de Brancusi. En todos los casos su atracción es a la vez tan fuerte como impenetrable. Posee, en realidad, la seducción propia del objeto que se ama a sí mismo con tal perfección que excluye la Posibilidad de ser perfeccionado por cualquier adicción forastera.

El huevo es así superior y sagrado. Su consistencia y volumen despide una majestad que el puño siente cuando lo apresa y de cuyo contacto la mano recibe siempre la invitación a seguir acariciándolo más. Los males de ojo se resolvían en contacto con el huevo porque de sus efluvios podía esperarse la conversión de lo aciago en benefactor, e lo avieso en metáforas el oro.

Todo es en él, desde su enigmático hermetismo, una provisión de beneficencia y originaria felicidad. Nuestra vida cotidiana se hace amorosa y entrañable gracias a las mil presencias de su aliento. Cualquier hogar impensable sin la relación entre la figura materna y la preparación de os huevos fritos, las tortillas con patatas, los huevos revueltos, escalfados o pasados por agua, sin los benditos postres ue tienen al huevo en el trono de su pasta y de su sabor. No hay convalecencia a la que no se le ya visto una prometedora superación gracias a energía de la yema como un manjar directamente destilado de los secretos de la vida. Dentro de la yema está Dios, el sol, el mapa condensado de la noble existencia primitiva. Sobre el mantel del cuadro se reconoce la concordia cuando luce el bodegón de un plato ocupado por un arreglo de huevos.

Por ese camino doméstico, el huevo, hermético en su apariencia, se vuelve, en consecuencia, muy vecino. Un vecino tan cercano o tan íntimo que podemos relacionarnos con él como la franca representación de la que nacemos y, sí, cuando lo absorbemos, resucitamos. Energizante, bueno para la protección de la vista, bueno para el metabolismo del cerebro, propicio para la hidratación de la piel, apropiado para combatir el estrés, aconsejado para aumentar la potencia sexual, el huevo es la cápsula de la vida. e toda la vida que entendemos y que amamos.

Satanizado un tiempo por su aporte de colesterol, la ciencia ha vuelto, al fin de este siglo, a liberar al huevo de u supuesta condición amenazante. Supuesta amenaza que, en definitiva, acaso no era otra cosa que el temor a lo que es sustantivo.

En las postrimerías del siglo XX, sin embargo, el huevo a recobrado, con las últimas investigaciones científicas, una nueva y merecida credencial. No, sólo vuelve a ser preciado en la dietología. Es también importante en la semiología. Exactamente en unos tiempos donde es abundante la pérdida de sentidos, la recuperación del valor plural del huevo -para la que se ha creado además un nuevo instituto en España- es el símbolo de una reconquista que impulsa de nuevo a gozar de lo complejo, de lo enigmático de lo que es sustancial.

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