¿Sobra verde?
A lo largo de la pasada semana los vertederos de muchas grandes ciudades del planeta aparecieron salpicados de infinitas manchas verdes. Ya se sabe que la basura es una de las principales preocupaciones ambientales, pero la inclusión del emblemático color en la hedionda trastienda del confort se debe a que millones de árboles y múltiples sucedáneos de lo vegetal, que decoraron los hogares durante los últimos 20 días, ya molestaban. Fueron arrojados por tanto junto con los otros múltiples envoltorios del pretendido esplendor.En esta ocasión lo que se ha condenado a una larga agonía es a muchos seres vivos. Nada menos que a un inmenso bosque potencial. Una ingente arboleda que pasó fugazmente por los interiores de como mínimo 100 millones de hogares en el área europeo occidental. Cierto es que algunas instituciones municipales, entidades filantrópicas y grupos ecologistas procuran el mejor de los reciclados imaginables: plantar algunos de esos árboles de navidad para que crezcan en los campos. Sin embargo, apenas alcanzan a recuperar el uno por mil como resulta lógico por las enormes dificultades y costos de la operación. El gesto, en cualquier caso, no puede resultar ni más valioso ni más insuficiente.
Cierto es que buena parte de los árboles que ahora naufragan en lo infecto no han supuesto una merma de los bosques espontáneos o cultivados desde el momento que son producto de viverismo comercial. Pero no menos evidente resulta que, al despilfarro ingente de seres vivos que supone la navidad, se suma la situación manifiestamente mejorable de nuestros bosques.
Por mucho que el reciente inventario forestal arroje un parco crecimiento de su superficie, la situación es mala. Primero porque auténticos bosques en realidad apenas quedan. Al mismo tiempo muy parciales y sin hondura resultan las primeras valoraciones que se derivan de esa tímida regeneración del matorral, que no arboleda, en tierras que se ha dejado de cultivar.
Porque ese incremento ni se debe al esfuerzo reforestador, carece pues de mérito político o técnico alguno, ni borra que en los últimos 25 años en este país se hayan declarado unos 120.000 incendios que calcinaron más de dos millones y medio de hectáreas.
Si el nuevo inventario forestal da aumento de la superficie arbolada es por un sistema contable que sigue considerando bosque a las cenizas. Y aunque lo quemado pueda regenerarse espontáneamente en algunos lugares favorables, al menos debería quedar fuera del catálogo hasta que los nuevos árboles, plantados o no, tuvieran el mismo tamaño que el día en que. se quemaron. Tampoco se aborda en lugar alguno el descalabro de las formaciones arbóreas autóctonas, ni mucho menos que el 21% de las plantaciones forestales ibéricas sufren procesos de defoliación por la lluvia ácida. Menos aún aparecen en tales consideraciones los centenares de miles de árboles que murieron a lo largo de la sequía que ya se nos olvida.
No hay un solo ecólogo, ecologista, forestal o responsable de la Administración ambiental que no sepa que una quinta parte del territorio, unos 11 millones de hectáreas, aguarda una revegetación urgente para paliar la erosión. Eso supone al menos una superficie casi tan grande como la ahora vestida de verde. Es más, no estamos solos y el planeta, en su conjunto, ha perdido casi un 30% de sus bosques tropicales en el mismo periodo mencionado. Y nunca nos cansaremos de recordar que en la Tierra sólo se plantan dos por cada 10 árboles quemados o cortados. Y que éstos podrían ser el principal antídoto para el demostrado cambio climático.
Por eso, y a pesar de la aceptada con orgullo candidez que acompaña hoy a toda propuesta a largo plazo, nos atrevemos a imaginar otro final para esta historia. En lo forestal queda tanto por hacer y por prever que los triunfalismos parecen otro incendio. Aquí y ahora seguimos necesitando un bosque de bosques.
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