La oveja perdida
Un viejo paso sobre el río Voltoya invita a seguir el rastro olvidado de las grandes cañadas segovianas
Mañanica de invierno en los campos de Azálvaro. En el cielo, una sola nube blanca, pero del tamaño del horizonte; debajo, una pradera inabarcable, blanca como la escarcha y la costra helada de los aguazales. En el centro de la pánica llanura, lejos de los derroteros de los hombres, un viejo puente ve pasar el río Voltoya por sus dos ojos dispares. Si algún poeta busca una imagen de indecible melancolía, la encontrará en el puente de las Merinas, olvidado en mitad de la nada junto a un álamo enfermo y otro caído.Son los campos de Azálvaro una vasta planicie herbosa que alfombra las tierras linderas entre Segovia y Ávila; tierras éstas de casi nadie, en las que las negras vacas avileñas rumian con la mirada perdida en las cumbres del Guadarrama. Cerrados al norte y al mediodía por suaves alineaciones de lomas, estos llanos se encharcan en cuanto caen cuatro gotas de lluvia, de ahí que el pasto crezca a ojos vistas, formando un verde corredor por el que los rebaños de la trashumancia pasaban antaño como un autocar de colegiales por una hamburguesería.
Hoy la hierba ha borrado el rastro de las dos grandes cañadas reales -la Soriana Occidental y la Segoviana- que, faldeando la sierra, venían a confluir en estos campos, pero el trasiego estacional de 700.000 merinas por este pasillo nutricio tuvo que dejar por fuerza huellas perdurables. En el cercano pueblo de El Espinar, sin ir más lejos, las ruinas del esquileo de los marqueses de Perales evocan los días de abastanza de La Mesta, cuando a finales del siglo XVIII había en tierras segovianas 36 ranchos como éste pelando ovejas a troche y moche. El de los Perales tenía una nave con cabida para 320 tijeras, pero además contaba con lanera, corral para marcar, cocedero de pan y cinco encerraderos capaces para 15.000 cabezas. En la fachada, junto al escudo y la cruz de Calatrava, se puede leer: "Fabricóse esta portada, casa y esquileo a expensas de doña Antonia de Velasco y Moreda, marquesa de Perales del Río. Año 1728". Otra memoria de indecible nostalgia.
A tres leguas escasas de El Espinar (a 14 kilómetros) y al poco de rebasar un caserón abandonado que se alza junto a una chopera en la margen derecha de la carretera hacia Ávila, una cancela metálica a mano izquierda indicará al excursionista el paradero del puente de las Merinas. Le bastará seguir entonces hacia el sur unas nítidas roderas para, en cinco minutos de paseo, hallarse a la vera del Voltoya y su anciano paso preterido.
El de las Merinas es un puente a la usanza medieval, de mampuestos de granito, con dos ojos asimétricos y rasantes en lomo de asno. En tiempos, sirvió para el pontazgo, peaje que debían apoquinar los mayorales después de que se contasen una a una las lanudas que por él pasaban. Mas ahora, arruinada la trashumancia, contar ovejas no es más que un derecho gratuito todo insomne, y el puente de las Merinas no impone otra tasa que la añoranza.
Una vez satisfecho ese tributo sentimental, el caminante avanzará por la orilla izquierda del río -separándose de ella para sortear innumerables charcas y regatos- hasta el siguiente puente -éste moderno, de tres ojos y al servicio de una carretera-, y aún más allá, hasta la cola del embalse del Voltoya. No reflejarán ya estas aguas el fulgor de los ejércitos de vellones. Pero, a falta de ovejas andariegas, otras son las reinas fugaces -reinas por unos días- que se miran en el espejo del Voltoya remansado: garzas reales, cercetas, ánades reales y porrones comunes; somormujos lavancos y zampullines, los meses más fríos; así como bandos de grullas y gansos en sus viajes migratorios de primavera y otoño. Se perdieron las ovejas, pero el espíritu inquieto de la trashumancia aún tiene alas.
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