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El botín de la victoria

Las navidades han traído la noticia de la recuperación de tres cuadernos manuscritos de Manuel Azaña, que contienen parte de sus diarios correspondientes, según las informaciones que hasta ahora han circulado, de los años 1932 y 1933. En efecto, y sin perjuicio de las correcciones que su publicación arroje, en las impropiamente llamadas Memorias políticas y de guerra (Editorial Crítica), los diarios saltan del 22 de julio de 1932 al 1 de marzo de 1933 y se detienen el 31 de mayo de este año. Los , cuadernos ahora recuperados pueden contener, pues, claves fundamentales para entender la sanjurjada, que a tenor de la anotación del 22 de julio, Azaña veía venir, así como sobre el final del bienio blanco.En todo caso, la recuperación es importante y restituye una parte de uno de los grandes diarios políticos del siglo, de uno de los grandes diarios, sin más, porque si son imprescindibles para el historiador no lo son menos para la literatura española contemporánea, aunque los historiadores de la literatura no acaban de enterarse. Azaña es uno de los grandes prosistas españoles del siglo XX, además de ser, sin duda alguna, su mejor orador. Un prosista personalísimo que acuñó un estilo conceptual, terso, preciso -de una precisión deslumbrante-, cincelado, magnífico, en su ritmo y construcción. La prosa de los diarios de Azaña tiene algo de milagrosa cuando se piensa que no estaba concebida para la publicación y, por tanto, no ha sido corregida; es la gloriosa expresión del hombre de letras que sólo concibe el mundo como un texto y que, después de horas y horas dedicadas al Gobierno, encontraba tiempo para hacer balance de la jornada.

Prosa diamantina, transparente, la de Azaña, donde es difícil encontrar un anacoluto, una frase mal elaborada, y que traslada al papel con tanto rigor como vigor los hechos acaecidos pero también las siluetas de los personajes a los que ha visto y tratado. Por eso, estos cuadernos fueron manipulados y utilizados por la prensa franquista, tras su robo -así, su robo- en la delegación de Ginebra, donde le fueron sustraídos al cuñado del presidente, Cipriano Rivas Cherif, luego, el insigne historiador Joaquín Arrarás, el mismo de la memorable Historia de la Cruzada, remató la faena y los anotó impúdicamente en una obra anotada que llevaba el pie editorial de Ediciones Nacionales. Reacción tristemente congruente con la época: Azaña era la República; había que demoler el espíritu republicano; tanto, que la Gestapo intentó, siguiendo las órdenes de los vencedores, detener al presidente pese a que estaba ya gravemente enfermo, y sólo la oposición de Inglaterra y la decidida actitud del Gobierno mexicano evitaron una detención que hubiera podido concluir con el fusilamiento. Si Lluís Companys fue ejecutado, ¿por qué no iba a serlo el presidente de la República? De hecho, la reaparición de los cuadernos, por muy navideña que haya sido, lleva en sí la marca de la guerra civil. Han sido encontrados en una biblioteca de la familia Franco, y todo hace suponer que, con anterioridad, hasta 1975, estuvieron guardados en el palacio de El Pardo como botín de la victoria; un botín nada secundario porque por sus páginas aleteaba el espíritu del primer republicano y de la misma República.

Ahora, es de esperar que la publicación de los cuadernos no se demore en demasía. En los archivos oficiales sigue depositada la Vida de don Juan Valera que la Gestapo le incuató a Cipriano Rivas Cherif al detenerle (le trajeron a España, le condenaron a muerte, luego le indultaron y le llevaron a picar piedra al Valle de los Caídos), y que apareció hace años en un cajón del Ministerio del Interior, cuando era su titular José Barrionuevo. Los saberes de Juan Marichal organizaron hace años en forma de libro (Ensayos sobre Valera, Alianza Editorial) los textos que del voluminoso original publicó Manuel en vida, pero la obra entera sigue inédita. Manes quizá de los herederos, cuyos legítimos derechos no pueden bloquear en ningún caso -y menos en este que nos ocupa- la difusión de un legado que ante todo pertenece al pueblo español. Quizá debería ser la Biblioteca Nacional -por sí sola o en cooperación con alguna editorial privada- la encargada de dar a la luz esa parte del diario, que viene a fortalecer nuestra memoria histórica y nos entrega un puñado de páginas de una de las grandes prosas del siglo; o al revés: recuperamos una gran prosa y recobramos fragmentos de nuestra memoria histórica, de nuestra mejor memoria, de la que nos hace más dignos y más libres.

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