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1996

Antes de llevarse la voz o el silencio al buzón, esa fosa común donde amenaza el olvido, los teléfonos automáticos te avisan de que el titular no está disponible. En el buzón del tiempo político, 1996 no está disponible, no está para llamadas, como si viviera sin vivir en él, sumergido en el trance de buscar su mismidad, y desconectara de la otredad asaltante. El 3 de marzo acabó la era del socialfelipismo y empezó el ensayo general de un Gobierno PP que todavía parece por estrenar, sin ni siquiera el rodaje de esas representaciones de provincias antes de afrontar la hora de la verdad del estreno en la capital.La parte, de 1996 identificada con el PP la cohabitan deslices, torpezas, desdecires, zafiedades, a través de personajes que parecen aperitivos o digestivos de poder, nunca primeros, segundos platos, mientras el acomplejado Aznar aprovecha incluso la ceremonia de concesión de las medallas al trabajo para autojustificarse: "Premiamos los méritos al trabajo real, no a la buena imagen". Es su problema, aunque no pasa día sin que sus aliados, sus exégetas mediáticos o el presidente de la patronal, le jaleen y le pongan las estadísticas por los cielos. Los gestos del poder han sido los esperables: continuistas en economía, preocupantes en lo social, burdos, vengativos en lo cultural. Y es que, ante la cultura, la derecha española ha sido siempre hija y esclava del analfabetismo esencial y receloso, cuando no brutal, del ágrafo bloque social que tradicionalmente ha representado. Ante la derecha cultural europea hay que quitarse muchas veces el sombrero; ante la española, concederle la obra de misericordia de la vergüenza ajena. Después de don Marcelino, tres hitos suficientes de la cosmogonía de nuestras derechas: Pemán, candidato al Nobel; Camino, de Escrivá de Balaguer, y ahora doña Esperanza Aguirre, ministra de Educación, Cultura y Desconciertos de Aranjuez.

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