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Tribuna
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La chispa

¿Es el madrileño un tipo divertido, optimista, ingenioso, bienhumorado? Quizá algo de todo eso. Si encerramos en una redoma el gracejo, la chispa, el salero, la buena sombra y la sandunga,, quizá podamos destilar lo que es la gracia en esta tierra de garbanzos, difícil jarabe, sin fórmula para mezclar los ingredientes. Fama tuvieron, de siempre, por la fascinación de su capitalidad, en una España que era toda provinciana, Madrid incluida. La expresión brillante, que desata la risa y esponja la sonrisa, es destilación de la inteligencia y el humor, la capacidad de relacionar oportunamente ideas y circunstancias antinómicas, lo cual está relacionado con la física recreativa.Padecemos déficit de ingenios en la Corte, donde fue príncipe don Francisco de Quevedo y lo que no se le ocurría le era asignado. Lo que en tiempos abundó fueron los listos, como Lepe, que lo mismo pudo ser el obispo Pedro de Lepe (siglo XVII) que el cómico de variedades, pareja de Alady, en la primera mitad de este siglo. La específica notoriedad de la villa es reciente, porque era reconocida por la almadraba y sus higos exquisitos. Otro rinconete fantasmagórico fue Cardona, el misterioso pillo. En Madrid, en Barcelona y pocos lugares más florecía el áspero jaramago de la crítica demoledora y casi siempre anónima, porque cuando alguien tiene una ocurrencia deslumbrante sucede que se estrecha el ámbito y es el eco ensordecedor. Quienes oyen el despropósito afortunado se juramentan para que permanezca inédito.

Francia es el país que mayor y mejor culto rinde a sus gentes, literatos, poetas, filósofos, políticos, incluso dramaturgos, periodistas... Docenas de volúmenes rescatan para la memoria las frases de Tristán Bernard, Alphonse Allais, Anatole France, Sacha Guitry, Dumas, Colette, lonesco, Cocteau, aparte de su específica producción literaria. Algo menos diligentes, los británicos exhiben al inagotable Oscar Wilde, Maugham, Shaw, Churchill, ¡qué sé yo! Cualquiera que haya pronunciado media docena de tonterías que a cualquiera hubiese gustado pronunciar.

En las tertulias madrileñas de café prosperaban las ingeniosidades, despeñadas hacia la sátira y la invectiva política y personal. Cerrados los cafés, un velo de luto cayó sobre la malicia ocurrente, la sutileza de una pulla, el taimado juego de palabras, la solapada difamación. Hubo un largo vacío, que se cubrió con el voluntarioso empeño de Agustín de Foxá, hasta nuestros días, de tanto en tanto traspasado por una saeta verbal de Antonio Gala o el hallazgo periodístico de Umbral. ' Es el provecho de la situación que no se repite. Dos jóvenes amigos, en tiempos de hipócritas rigores familiares, habían demorado la juerga hasta avanzadas las claras del día. De regreso al hogar, de paso por la iglesia de Jesús de Medinaceli, un primer viernes de mes, intentaron purgar la desordenada conducta, más como coartada que por devoción, y entraron en el templo. Por el pasillo central, entre los bancos, dos penitentes avanzan de rodillas. Uno de los trasnochadores susurra al oído del otro: "Cincuenta duros por el de marrón". No consta cuál llegó primero.

En humor parece crecer en la blandura del ocio. Hay en Madrid, vecino de la Castellana, un bar que ha cambiado con mayor frecuencia de dueño que de clientela, quizá porque siempre ha sido más escuchada la frase "Apúntalo en mi cuenta" que "Dime lo que te debo". Esto consiente algunas familiaridades al patrón, que de tal forma se rescata de su despreocupada y aristocrática parroquia. La otra mañana, entreabrió la puerta del zaquizamí, donde no le cuadran los números' y se dirigió, estentóreamente, a un grande de España, entretenido con el segundo gin tonic. Se percibía el disgusto por hacer de recadero: "Oye, duque, te ha llamado tres veces un marqués de la hostia". Paladeando el brebaje, comentó, dirigiéndose al vecino de la barra: "Debe tratarse de un título pontificio". Otros distraen las meninges acerca de los lugares comunes, pasados ya de moda: el bizarro militar, la escultural vedette, el probo funcionario, hasta llegar al bebedor silencioso quien, tras el valentísimo torero y el inspirado vate, contibuyó con el arrepentido Portabales. Fue felicitado por unos pocos; los demás no le encontraron pajolera gracia ni sentido.

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