Gracias, viejo
Cuando, Di Stéfano dejó Madrid por azares de la vida profesional, el pequeño jardín de su casa familiar pareció transformarse poco a poco en uno de esos antiguos cementerios civiles a los que sólo se entraba para enterrar a proscritos o forasteros. La maleza creció sobre un manto de hojarasca y las plantas trepadoras comenzaron a cubrir los ventanales: unicamente se salvaba del desorden en una rinconera ocupada por cierto monolito de mármol blanco cuyos relieves no era fácil interpretar. Afinando la vista se distinguía una enredadera de laurel que ascendía hasta una pelota de fútbol. Debajo se leía una inscripción, esencial en su laconismo, que describía exactamente el temperamento de su autor. Decía: "Gracias, vieja".Isaac Newton pudo haberle dado el mismo homenaje a la manzana, aunque, a diferencia de él, don Alfredo nunca se consideró un descubridor de las propiedades e a esfera, sino tan sólo un alumno de Gardel o de Fangio. Se habría limitado a interpretar una aventura de superación cuyos primeros héroes eran invariablemente deportistas o cantores de tangos porque, según los pioneros de la sociología, el futuro terminaría siendo un dominio de la velocidad y el sonido.
Antes de encargar aquel monumento, y por tanto antes de convertirse en un ganador compulsivo, don Alfredo había sido un barril de adrenalina. O sea, uno de esos tipos enfermos de impaciencia que terminan declarando la guerra o' incendiando Manhattan o vistiendo la camiseta del Millonarios de Bogotá. Por un fondo de sentimentalismo, él eligió la tercera vía. Alentó en Argentina la primera huelga de futbolistas, se fue a Colombia ' y por fin decidió invertir el viaje que habían hecho sus abuelos: a su manera, trataría de conquistar Europa. Cincuenta años después recibía en Francia el Balón de Oro, Gracias, viejo, que le acreditaba como jugador del siglo.Y, hace un par de meses, Alfredo Relaño, con quien tengo cantados algunos goles y dobladas algunas esquinas, llegaba al diario As y pedía una calle en Madrid para aquel hombre alto y calvo que, como un nuevo flautista de Hamelin, llevaba cien mil niños tras de sí y una pelota' bajo el brazo.
Hay, sin embargo, una grave dificultad ordenancista: para ganarse una calle en la capital hay que morirse primero.
Querido don Alfredo, tiene usted un problema. O convencemos al alcalde o contratamos un esbirro que acabe con usted. Todo menos aceptar que le abran una avenida en Buenos Aires antes de que podamos pasear aquí por la calle de Alfredo di Stéfano.
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