La metamorfosis
Al despertar una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Sánchez se encontró convertido en regalo de navidad. La habitación era la misma de siempre, sólo que el colchón era blando como el aire y dejaba escuchar un lejano rumor marítimo cada vez que respiraba. Se olía además un suave perfume de imprecisos recuerdos de infancia.Gregorio estaba ocupado en la ardua decisión de abrir o no los ojos del todo, y recordar si esa mañana tocaba o no lavarse el pelo, cuando entró su mujer y no removió el habitual aire encerrado de la noche sino una ligera brisa de domingo en la que, a poco que uno se esforzara, se alcanzaban a oír campanas. Tampoco traía su cotidiano aspecto de no haberse afeitado aún el mal humor del sueño, sino por el contrario la sonrisa de los cumpleaños.
Su mujer se recostó en la diagonal de su cuerpo, lo envolvió en Matin, el perfume que no solía tener la habilidad de ponerse en el momento adecuado, lo acarició con las puntas de su pelo suelto y brillante como en los anuncios de la televisión y, luego de apreciar durante un tiempo los colores de las sábanas de fiesta y de la colcha de Navidad, comenzó a destaparlo con mucho cuidado, como hacen los japoneses con los regalos primorosamente envueltos. Una vez terminado de desenvolver, y vuelto ya de espaldas, Gregorio alcanzó a ver en los ojos de su mujer una ilusión como hacía ya tanto tiempo que no veía que le pareció nueva, y se felicitó por su decisión de haber adelgazado, en previsión, quizá, de ese día, y de haberse afeitado la noche anterior, algo que no hacía nunca.
A media mañana Gregorio Sánchez y su mujer dejaron entrar a los niños. De tanto mascar el freno, los dos tenían ya un poco de espuma en las comisuras de la boca y manchas de sudor blanco, como las de caballos desbocados, atravesaban sus pijamas. Con un alegre alarido los niños se arrojaron sobre sus regalos sin apenas distinguir qué era para quién -y eso que se había tenido la precaución de ponerlos en las correspondientes esquinas- y una vez destruidos los papeles brillantes y comenzado a comprobar que al fin de cuentas tampoco era para tanto, los niños miraron inquietos en torno, buscando. Fue entonces cuando repararon en su padre, que volvía a tener un prometedor aspecto de algo envuelto en colores.
Para entonces la calefacción del edificio había alcanzado el punto en que hubiera sido preciso abrir las ventanas -y que en Navidad no se abren nunca, quién sabe por qué-, y en el compact sonaba Jingle Bells acompañando el nuevo televisor que Sánchez y su mujer se autoregalaban cada dos años. En él proyectaban escenas de Navidad en el mundo frio (en el trópico no hay Navidad), y los locutores y corresponsales acostumbrados a informar de la corrupción y las guerras con cara de circunstancias por la naturaleza humana se habían puesto sonrisas y orejeras contra el frío y desempolvado la correspondiente crónica fotocopiada en el museo de antropología.
De modo que una vez comprobado que los guerreros y muñecas no eran lo que habían parecido en los anuncios, los niños fueron captados por la imagen de su padre, sentado formal en la cama y atractivo como un gigantesco peluche con una cinta bien elegida amarrada al cuello (la corbata anual de seda italiana). Y ya no hubo forma de detenerles: los niños decidieron que ese era el regalo de ese año, ese que citamos cuando nos preguntan qué nos han traído.Cuando sobre las cinco de la tarde Gregorio Sánchez, su mujer y los niños salieron para ir a comer a casa de los suegros, la procesión ya había cogido impulso y tanto la Castellana como la M-30, Bravo Murillo, los bulevares y Serrano estaban ocupados por coches con las señoras envejecidas de golpe por el estreno de un abrigo de piel, los niños una talla más grande del uniforme de marquesito inglés, las niñas con el abrigo de cuello de terciopelo que les gusta a las abuelas, y los padres con el resignado aspecto de paquetes abiertos con impaciente violencia. Felices y melancólicos como regalos de Navidad viejos ya de hace horas, mostraban con orgullo sus cicatrices de papel arrugado, convenciéndose una vez más de que era una misión lo que en el fondo sabían es un destino.
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