¿Quién no le ha amado alguna vez?
Mi primer contacto con Marcello Mastroianni fue a raíz del rodaje de la película de Raúl Ruiz Tres vidas y una sola muerte, en la que yo interpretaba a su mujer. Nos vimos en un café del barrio latino de París con el director, una tarde apacible, un poco gris. Allí supe que no se encontraba bien: esa tarde tenía cita con el médico.Empezamos a rodar una semana después. Hablábamos del teatro porque los dos éramos artistas de teatro, y me explicaba con una ilusión desbordante que iba a hacer un personaje escrito por un autor desconocido. "Hay que arriesgarse siempre en este oficio, porque si no uno se aburre", dijo. Pertenecía a la época dorada del cine europeo y, sin embargo, hablaba con . una gran sencillez, un rasgo que me enamoró. ¿Quién no ha amado alguna vez a Mastroianni? Transmitía esa humanidad, ese calor, esa enorme capacidad de seducción que trasciende a la pantalla.
Días después de comenzado el rodaje éste se tuvo que parar porque tuvieron que operarle. Volvió más delgado, con sus ojos cada vez más profundos. El plan de la filmación estuvo un poco en función suya pero en ningún momento se quejó. Seguía fumando sin parar, como un desesperado, y con su buen humor de siempre.
Tuvimos una gran complicidad dentro y fuera del plató. En las pausas hablábamos de España, un país que adoraba. Le pregunté qué película le gustaría hacer en España. Me dijo: "La vida de Tarzán en decadencia, con una actriz rellenita que haga de Jane y tú interpretando a una científica que vaya a buscar a los dos locos a la selva".
Cada minuto que podía me pegaba a él. Me asombraba su falta de divismo, su naturalidad extrema, su vitalidad y su capacidad de entrega sin ningún misticismo, sin ninguno de los tics que podemos tener los actores. Un día le pregunté que por qué no iba a proyección a ver las tomas del día. Me contestó: "¿Para qué? Si el director tiene talento nos aprovechará; si no, la cosa no tiene remedio". Tenía ese tipo de deportividad, de inteligencia aplicada al trabajo y a la vida. Todo era fácil con él. Nunca hacían falta más de dos tomas, tres como máximo.
Le volví a ver en Cannes y le noté desmejorado. Siempre con su misma alegría me explicó que iba a hacer teatro y otra película con Oliveira. Percibí la ansiedad del que no quiere pararse, ahora entiendo que se decía a sí mismo: "que me pille con las botas puestas y el cigarrillo en la boca".
La última vez que hablé con él fue para un posible homenaje en San Sebastián. No podía, tenía que recaudar fondos para el teatro La Fenice de Venecia y varias cosas más. Me dijo: "No puedo pararme, sólo puedo trabajar". Se sintió muy orgulloso del éxito de Sostiene Pereira en España y de que un crítico hubiera titulado Sostiene Mastroianni.
Su recuerdo me emociona mucho. Quedarán sus películas: eso es lo bueno que tiene el cine. Nunca olvidaré los ratos en los que tuve la suerte de ver su mirada muy cerca, llena de vida, de humanidad, de todo.
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