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ITALIA PIERDE SU ÚLTIMO MITO

MM

MM llegó más alto de donde buscan llegar sus colegas más ambiciosos. Y lo hizo sin esfuerzo, con la indolencia del gandul siciliano que induce a su mujer a que le ponga los cuernos en Divorcio a la italiana. Tocó (como Totó y Anna Magnani) con las yemas de los dedos el techo de un estadio de la celebridad enorme y nebuloso, pero vivo en un rincón de la memoria afectiva del italiano que todos escondemos dentro. La suya era una elevación que alcanzan pocas leyendas vivientes de su oficio, presencias de la identidad de un pueblo tan libres y poderosas que saben a destello consolador en los espejos donde nos miramos de soslayo. Era actor sin más forja que la del polvo de las tarimas de los teatros que no cortaron sus conexiones con las aceras: el modelo del acuerdo entre parecer y ser que soñamos los hombres comunes. De ahí que incluso cuando actuaba sin convicción convencía.Hizo comedias, melodramas, esperpentos, tragediones, pero su imagen era tan sedienta que absorbía cuanto representaba. Dijo una vez sin engolar la voz acerca de su personaje en Ojos negros: "A ese tipo lo inventó Chéjov, pero en realidad soy yo". No sé si interpretó a Hamlet y a Segismundo, pero si lo hizo es seguro que podría decir lo mismo y con igual naturalidad de ellos. No era, cuando actuaba, otro, sino que convertía al otro en él. Mastroiannizó a Fellini en Ocho y medio, a Antonioni en La noche, a Monicelli en Los compañeros, a De Sica en Los girasoles, a Zurlini en Crónica de los amantes pobres, a Visconti en El extranjero, a Malle en Vida privada, a Ferreri en La gran comilona, a Scola en Una jornada particular. Masticaba cuanto le ponían en bandeja para alimentar su pasión de decir y jugar. Y jugar le radiografía.

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En tres actos

Concebía y vivía la escena o el plató como territorios de disfrute, no de esfuerzo y trabajo. Dijo una vez: "Me duermo como un tronco cuando me llevan al teatro. Es soporífero verlo, pero cuando lo hago, gozo como un chiquillo". Y de ahí salta su hermosa y grave idea de que "actuar es prolongar la infancia", es decir, jugar o hacer saltar hacia atrás el tiempo de morir. Y es su metáfora de que su oficio estaba más pegado a su piel que a su técnica, que era escasa y maldita la falta que le hacía ensancharla. Su corta gama de gestos le llevaba a repetirse, pero esto era lo que la gente buscaba en él. Poseía en altas dosis, y refinó como ningún otro, el genio contagioso del histrión, y lo ejerció con discreción, sin arrojarnos la empalagosa sensación del exceso de autocontemplación. Más bien, lo contrario: creaba comodidad y solidaridad a su alrededor por un decreto de su naturaleza; y lo que en otro hubiera degenerado en tic o vicio en él adquiría perfume de verdad y virtud. Vulneraba las reglas de juego de su trabajo, pero involucraba al espectador en esas sus vulneraciones, que se le perdonaban por orden inapelable de su presencia: estaba allí, eso bastaba.

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