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Un mar que ardió treinta años

Treinta años se han, cumplido en 1996 de la publicación de un libro que cambió la poesía española: Arde el mar, de Pere Gimferrer. Treinta años en los que han pasado muchas cosas en nuestra poesía. Hoy, el culturalismo que este libro inauguró ha dejado de ser un modelo estético tras haberlo sido durante mucho tiempo. La lírica española transita otros caminos y el tirón de la historia, de la realidad, del tiempo, se deja sentir de nuevo con fuerza. Pero los escritores de peso trascienden siempre los códigos de su momento. Son los epígonos, los discípulos, los imitadores mecánicos, quienes quedan fatalmente atrapados por aquéllos. Treinta años después, Arde el mar, que ya circula en edición erudita, se ha convertido en un clásico de nuestra poesía contemporánea.Quienes tenemos edad para recordarlo recordaremos siempre la sensación de novedad, de audacia, de vigor, de auténtica ruptura que aquel librito de la Colección El Bardo -15 poemas, 45 páginas- causó entonces. Un librito cuyo autor tenía 20 años. Seguramente fuimos injustos cuando por un tiempo toda la poesía realista o próxima a ella (Valente, pero también Hierro, Gil de Biedma, pero también Claudio Rodríguez) nos pareció anticuada, caduca, cosa de otra época. Se podía ser antifranquista y aquel libro lo era ("tiza en pizarra virgen, / ¿no recordáis?, colegio, en fila indía, / mas para bien morir, fútbol, santo rosario..."), y, a la vez, escribir versos de honda belleza: "Duró más que nosotros aquella rosa muerta. / Qué dulce es al oído el rumor con que giran los planetas del agua". Se podía ser antifascista y, al mismo tiempo, celebrar, por ser ante todo un creador, a Gabriele d'Annunzio, el poeta fascista por excelencia, aquel que "tenía el rostro claro de un poeta, / la frente / tensa de Alcides, la mirada fúlgida / y triste de Proteo...". Se podía estar en contra de tanta mediocridad como nos rodeaba sin embargo, sentir la belleza de la Europa decadente de la belle époque, "cascabel suspendido / en la nupcial farándula del suelo", aun con la mediación de un mal escritor, aristócrata equívoco y mediocre, como fue Antonio de Hoyos y Vinent, al que evocan los versos de Cascabeles, poema al que pertenecen los versos que acabo de citar.

Mi más reciente relectura del libro, que nunca he dejado de frecuentar, porque por u adhesión u oposición ha marcado muchos años de la poesía española, además de por mero placer, esa relectura, digo, me lleva a preferir hoy sus poemas decididamente más culturalistas, más radicalmente esteticistas, porque en ellos es donde la audacia y los resultados son mayores. Valgan composiciones como Mazurca en este día, Oda a Venecia ante el mar de los teatros, la ya consignada Cascabeles, Sombras en el Vittoriale, Invocación en Ginebra, Pequeño y triste petirrojo o Una sola nota musical para Halderlin.

Después vino otro libro bellísimo, La muerte de Beverly Hills, y luego otro, Extraña fruta y otros poemas. Después, Gimferrer tomó una decisión respetable, pero desgraciada para la poesía en castellano: escribir sus versos en catalán, donde lo ha hecho con la excelencia que le es propia. Después, también, Valente y Hierro y Gil de Biedma y Claudio Rodríguez (y Ángel González y Caballero Bonald) nos volvieron a parecer los buenos poetas que son y el culturalismo nos enseñó, en la pluma de los epígonos, su rostro tópico y estéril hasta la náusea. Pero la belleza de los mejores poemas de Arde el mar sigue estando donde estaba, y su insólita y segura combinación de elementos modernistas y componentes surrealizantes, pasada por la mejor poesía anglosajona, de este siglo, sigue siendo capaz de conmover al lector como conmueven los auténticos poetas, con la persuasión que confiere la creación de belleza verbal.

Hoy no es posible escribir al modo de Arde el mar. Los tiempos demandan otras maneras, otra concepción de la poesía, una poesía a la busca del lector, que le hable, sobre todo, de sus preocupaciones cotidianas y que, en todo caso, consiga comunicarle una doble experiencia, existencial y estética, que esté cifrada en las texturas del poema. Hoy la poesía no puede reflejarse en cámaras de espejos y ha de enganchar con el lector mediante un discurso que haga suyos los eternos recursos del lenguaje poético -el metro e incluso la rima- pero eso en modo alguno puede volverse en contra de los poetas auténticos. Más allá de las modas y las escuelas sólo la buena poesía permanece.

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