Cuestión de banderas
Hace unos años, el Gobierno danés convocó a cierto número de profesionales y artistas competentes con la única condición de que no fueran vacas sagradas ni profesores, y les hizo el encargo de que pensaran, sin ningún tipo de limitación, sobre qué tipo de personas desearían que fuesen los daneses del siglo XXI. Y ello con el objetivo de perfilar los planes educativos adecuados.Nada semejante ha sucedido en España, pero cada cierto tiempo un conflicto estalla en el muy cercano, enorme y a la vez olvidado territorio de la educación, o, mejor dicho, amenaza con estallar, y el Gobierno correspondiente se apresura a sofocarlo como sea (léase cede). Algo deben de tener las fotos de chica ondeando bandera subida sobre hombros de chico (que desde 1968 es el cliché), pues basta que se insinúe para que el Gobierno se apresure con paños calientes... hasta la próxima.
Quizá el conflicto más recurrente (y el que más imágenes de banderas. produce) es el que afecta a la transición entre la secundaria y la universidad. O, dicho de otro modo, el que con más crudeza propone el problema de qué ciudadanos serán los españoles del siglo XXI.
El último cadáver ilustre que causó este conflicto fue el del ministro Maravall, que al comienzo de la década socialista intentó proponer unos modelos de acceso a la universidad más exigentes y fue sacrificado ante las muy mediáticas imágenes de masas de jóvenes exigiendo poco más o menos el libre acceso a la universidad. Junto a Maravall tuvieron que replegarse numerosos decanos que alguna vez propusieron la peregrina ocurrencia de establecer un numerus clausus en sus facultades, pretensión rápidamente derrotada por encierros de los no admitidos.
¿Y por qué los estudiantes no habrían de encerrarse y reclamar? Presos del círculo vicioso del si hasta ahora sí, ¿Por qué a partir de ahora no?, el más elemental sentido de la justicia ha de responderles: "Pues sí: por qué".
Lo que sucede es que éste, que no es otro que el de la calidad de la enseñanza, resulta un problema inaplazable. No deja de ser paradójico que conflictos de menor trascendencia centren de forma sistemática el ya amortiguado debate educativo y que se postergue indefinidamente cuando afecta a lo que de verdad tiene consecuencias a largo plazo. ¿O acaso cree alguien que la confluencia con Europa se agota en si tenemos más hoteles y menos carbón? Cuesta imaginar que tecnócratas con mando así lo crean, pero, a juzgar por el discurso político dominante, hay que ponerse en lo peor: es probable que, en efecto, lo crean. Mas lo cierto -y comprobable- es que los medios y. la exigencia de la universidad pública española -hechas las excepciones necesarias- no admiten comparación con la francesa, alemana o escandinava. Sería cuestión de comparar resultados.
Cualquier rápido vistazo a la situación real de la educación desencadena la alarma amarilla, en particular en lo que atañe a la satisfacción de muchos, universitarios y su pregunta de si no están perdiendo el tiempo... sin poder remediarlo. Porque un alarmante número de jóvenes cruza la frontera con mínima información, ya condicionados por su biografía y ajustándose a una prueba, peor aún que severa o laxa, ineficaz: no descubre talentos y es probable que expulse algunos. Sólo está probado que sirve para ir tirando con un modelo de universidad-garaje que irremediablemente condena a la primera. Todo lo que no sea enfrentar el problema -a saber: queremos o no universidades para todos, y, en ese caso, vamos o -no a darles medios para que no sean garajes- es una subvención indirecta a la universidad privada. Pero para afontar ese problema hace falta no ver tanto a los universitarios agitando banderas, sino imaginarlos veinte años después.
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