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Moral y política exterior

Emilio Menéndez del Valle

El presidente Bill Clinton ha formado un mini Gobierno de coalición, dando origen a una de las más interesantes etapas en la política exterior de Estados Unidos. Al designar a Madeleine Albright para dirigir el Departamento de Estado reconoce el papel del voto femenino que facilitó su reelección, y coloca, por primera vez en la historia, a una mujer en uno de los puestos ejecutivos más importantes. Probablemente, Albright ha sido seleccionada por Clinton con la intención de manifestar al mundo que Washington está dispuesto a ejercer de única potencia existente en la época de posguerra fría que vivimos.Por otro lado, designando al republicano William Cohen como secretario de Defensa, Clinton recupera una tradición en desuso desde que John Kennedy eligiera para el mismo puesto al también republicano Robert McNamara. Cohen es un senador ilustrado, novelista y poeta, un caso sui géneris en las filas, republicanas. Moderado, íntegro, adquirió notoriedad en julio de 1974 cuando se pronunció públicamente a favor de la impugnación de Nixon por el Watergate: "Por acción o por omisión, Nixon ha permitido que el imperio de la ley y la Constitución queden supeditados a la indiferencia, la arrogancia y el abuso", dijo entonces.

Preocupado por el papel de la ética en la actuación gubernamental ha librado una particular batalla a propósito de la relación entre los poderes legislativo y ejecutivo a la hora de encarar un conflicto bélico. Tal vez constituyera una premonición para el cargo de jefe de la Defensa, que de ahora en adelante habrá de desempeñar, dado que durante años Willian Cohen ha insistido en que el presidente debe obtener el beneplácito del Congreso antes de enviar soldados norteamericanos fuera del país. En 1991, con motivo de la guerra del Golfo, declaraba: "No me cabe duda de que sólo el Congreso tiene poder para declarar la guerra, mientras que el presidente es el único poder para llevarla a cabo". Con ello, Cohen enlaza con la tradición de denuncia parlamenta ria de James Madíson, quien en 1798 y antes de convertirse en cuarto presidente de la Unión, escribía, en su condición de parlamentario, a Thomas Jefferson, tercer presidente, asegurando que "el Ejecutivo es el componente del poder más interesado en la guerra y el más propenso a ella". En Estados Unidos, moralidad y actividad pública están entrelazadas, y siempre se ha dado una tensión entre el "obedecer antes que nada a mi conciencia" y el "con mi patria siempre, tenga o no razón". De ahí que en su breve historia haya habido muchos ciudadanos opuestos a la guerra con México, a la primera mundial o ala de Vietnam, al tiempo que muchos otros se embarcaron en la guerra civil, en la mexicana o en la hispano-norteamericana para, respectivamente, eliminar la esclavitud, derrotar la superstición católica o acabar con el colonialismo en el hemisferio. Por eso cabe concluir, como sostiene Martin Lipset en su último y fascinante libro (American exceptionalism), que en la sociedad norteamericana tanto las actividades antibélicas como las que apoyan la guerra se viven moralmente.

El problema estriba, empero, en el tipo de moral con que se toma una decisión de política exterior. Por ejemplo, se puede argumentar que quienes se oponen a boicotear a Cuba "no tienen criterios morales" (senador Jesse Helms), o "no son buenos españoles" (ministro Abel Matutes) o bien pensar que no es moral dañar a las poblaciones, la infantil incluida, iraquí o cubana, aunque se esté en desacuerdo con la acción exterior o interior de sus regímenes.

Estados Unidos es frecuentemente acusado de aplicar distinto baremo -una doble moral- en su política con respecto a China y Cuba: ¿por qué comerciar con la primera y no con la segunda si ninguna de las dos respeta determinado tipo de derechos? A ello, hace unos meses, Albright contestaba: "China es una potencia mundial, mientras que Cuba resulta embarazosa para el hemisferio occidental". Estoy convencido de que un Clinton tranquilo, afianzado en su segundo mandato, apoyado por el moderado William Cohen, facilítará que Cuba embarace cada vez menos a Madeleine Albright. Apuesto a que -a no mucho tardar- contemplaremos un pacífico desembarco de empresarios norteamericanos en la isla. Por cierto, ¿qué haremos nosotros entonces?

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