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Judicatura

Enrique Gil Calvo

El pasado jueves, el Consejo General del Poder Judicial creyó necesario desagraviar a la Audiencia Nacional ante ciertos comentarios de observadores externos que habían puesto en tela de juicio su funcionalidad. ¿Hacía falta en este momento esa defensa de la independencia judicial, ofrecida precisamente al órgano jurisdiccional que instruye y ha de juzgar los casos Banesto y GAL? Es dudoso que existan suficientes causas para ello, pues, como declaró unos días antes el propio presidente del CGPJ, las razones aducidas eran objetivamente nimias. Pero es verdad que el asfixiante clima mediatizador que rodea a la Audiencia transforma a las personas más ecuánimes en orgullosos pedestales de susceptibilidad: de ahí que reaccionen con desmesuradas amenazas de dimisión irrevocable.Lo que no quita para que la independencia de los jueces sea ciertamente un problema. Pero no por las razones que alegan quienes se hacen los ofendidos, sino por otras muy distintas, que a veces hacen dudar de la imparcialidad de la justicia. Y no me refiero con esto al elogiable fallo del Supremo sobre el caso Nécora, pues allí sí ha demostrado la justicia española su verdadera independencia, desafiando a la opinión pública y rechazando todo corporativismo al descalificar la dudosa instrucción realizada por un famoso juez que goza del caluroso aplauso de una prensa adicta. Sino al propio diseño institucional de la judicatura, que favorece una cierta personalización de la justicia. He aquí los rasgos que más problemáticos parecen.

Ante todo, la falta de control externo que detenta el poder judicial. En efecto, el Estado democrático de derecho se cimenta sobre el equilibrio de poderes separados que se limitan mutuamente. Cada uno de ellos debe ser independiente y soberano en su esfera, pero debe también estar controlado por los otros dos para evitar que se extralimite, pues los controles internos no bastan para autolimitarse. Por eso se debe impedir, por ejemplo, que el Ejecutivo disponga del poder ilimitado de clasificar algo como secreto de Estado: pues ese poder, como todos los demás, debe estar sometido a un control jurisdiccional externo. Pues bien, lo mismo sucede con el poder judicial propiamente dicho: ¿quién controla al controlador jurisdiccional?

El Consejo General del Poder Judicial controla internamente a la judicatura, pero ¿quién ejerce su necesario control externo? Aquí reside la extraordinaria relevancia del debate sobre la composición y nombramiento del CGPJ: ¿deben elegirlo por cooptación los miembros de las asociaciones de magistrados o deben elegirlo desde fuera los de más poderes del Estado? La postura del PP, a favor de la cooptación, me parece inadmisible, pues haría imposible cualquier control externo, sin el que todo poder tiende inevitablemente a caer en la extralimitación. Sánchez Ferlosio lo recordaba hace poco en estas páginas: dadle a cualquiera un arma, y, en ausencia de control, como las armas las carga el diablo, terminará por usarla indiscriminadamente. ¿Y existe arma más temible que el poder jurisdiccional?

Y esa posibilidad de extralimitarse crece al combinarse con las peculiaridades de la carrera judicial, cuyos procedimientos de acceso y ascenso están basados en la ocupación soberana de plazas en propiedad (mientras que los demás funcionarios dependen jerárquicamente de ejecutivos revocables), lo que hace posible un ejercicio personalista del poder, basado en la patrimonialización de los cargos. Desde Weber hemos aprendido a identificar el antiguo régimen con el patrimonialismo y, por tanto, a entender el Estado de derecho como despatrimonialización de la justicia, lo que exige sustituir al ejercicio discrecional del poder personal por la estricta obediencia a reglas formales de procedimiento. Pero para ello hace falta el imperio de la ley y sobran los jueces campeadores, que patrimonializan sus cargos cuando los ponen a la disposición de sus intereses personales, con grave riesgo de servir oscuros compromisos o espurias complicidades.

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