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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Gran cine negro, no fácil de ver

Los comentaristas de cine aventuramos día a día juicios de valor sobre películas tan distintas y que se dirigen a gustos tan distantes que, con frecuencia, las que unos devoran entusiasmados, otros vomitan asqueados. Viene esto a cuento de que el par de comentarios de urgencia -ensalzadores de una obra magnífica y compleja, pero no fácil de ver- que escribí sobre Los ladrones me ha valido ya, desde España y Francia, dos declaraciones escritas, una de alianza y otra de guerra.Si hay quienes dan la cara y quienes la espalda a lo que ven en una pantalla, parece evidente que -puesto que despierta reacciones encontradas- estamos ante una brújula fiable: la cosa merece la pena. ¿Cómo no va a merecer la pena, en medio de un empacho de cine predigerido, una película cruda de verdad, que cada uno ha de cocinar interiormente? Casi no hace falta añadir que se trata de un filme con riesgo, de ésos que no dan tregua y obligan a adoptar ante la pantalla actitudes de es fuerzo, pues no son sus imágenes dóciles, ni se prestan a la pura contemplación, sino que requieren busca e incluso creación desde la butaca de signos subterráneos deducidos dejo que ocurre ante los ojos.

Los ladrones

Director: André Téchiné. Francia, 1996. Intérpretes: Daniel Auteil, Catherine Deneuve, Laurence Côte. Estreno en Madrid: cines Lido, Madrid, Palafox y, en versión original subtitulada, Bellas Artes y Renoir Plaza de España.

Los ladrones -a la manera de obras en cartel tan dispares como Secretos y mentiras, American Buffalo, Profundo carmesí, La mirada de Ulises, Más allá de las nubes y muchos otros filmes recientes y lejanos- es una de estas películas que obligan al espectador que no les da la espalda a negociar sus reglas de juego y, una vez pactadas éstas, a indagar mientras se ven como hay que verlas. Las inclinaciones al hermetismo del (muy ajeno a las modas) estilo de André Téchiné, que se hizo más poroso que de costumbre en Los juncos salvajes, vuelve aquí a descolocar al espectador cuando éste cree que ya ha cogido de manera firme la onda y el punto de vista desde el que mejor puede participar y, por tanto, disfrutar del intenso e intrincado relato negro que le propone un cineasta dueño no de una mirada, sino (como las imágenes que atraviesan los prismas transparentes) de varias simultáneas.

Hay tentación de pensar que a Téchiné le gusta manejar a su antojo la mirada ajena, pero no es exacto: no hay tal antojo, más bien al contrario. Si se ve el entretejido que vertebra a Los ladrones y se va aceptando su invitación a entrar en una especie de carrera de relevos entre los personajes, la cosa cambia. No hay antojos de director-dios en los saltos que -sin ruptura del continuo- se producen en la película. Parece más acertado deducir que su narrador o Compositor cede, por fases que se entrecruzan, el mando a los personajes, es decir: a los intérpretes, que alcanzan interrelaciones de una sutileza y una fuerza poco comunes, lo que desvela que han asumido la cuota de dirección que Téchiné deposita en ellos y el hecho de saber, cuando están ante la. cámara, que tienen en sus manos la batuta.

Frialdad caliente

Catherine Deneuve hace un trabajo rico y complejo, que resuelve Con una soltura que autoriza a presumir que los forzamientos del modelo genérico del cine negro por donde discurre Los ladrones disfrazan de frialdad algo muy caliente. Su contrapunto con la joven Laurence Clôt y el personaje-guardián que forja magistralmente Daniel Auteil, nos pone en buena pista para encontrar la luminosidad de este filme oscuro, pues los tres se adueñan del fuera de campo con tanta autoridad que siguen en pantalla incluso durante sus ausencias. Y es el entrelazado entre presencias y ausencias -estamos ante un filme coral- la audacia formal mayor de Los ladrones, dura y notable obra, cuya elástica, y no obstante férrea construcción, merece ese recorrido de fuera adentro que pide en quienes acepten sus -no para todos aceptables- reglas de juego. Reglas, que hay que descubrir, porque posiblemente tienen tantas variantes como espectadores.

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