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Europa vale más que su moneda

Con toda probabilidad ningún país europeo, a excepción de Luxemburgo, será capaz en 1999 de cumplir los criterios de convergencia propuestos por el Tratado de Maastricht para el paso a la moneda única. Esto significa que el debate entre los principales países de la Unión Europea ya no es específicamente económico y monetario, sino, ante todo y sobre todo, político. También significa que no sólo se trata de llevar a cabo la Unión Europea, sino más bien de sus condiciones futuras de funcionamiento. Ése es el sentido del pulso entablado actualmente entre Francia y Alemania, ninguno de lo cuales, recordémoslo, cumplirá esos criterios.Tanto la propuesta para la creación de un pacto de estabilidad, adelantada por el ministro alemán de Economía, Theo Waigel, y la aún más dura de su secretario de Estado de Economía, Jürgen Sturk, reclamando sanciones muy severas contra todo lo que suponga no respetar la disciplina monetarista ultraliberal, como la intempestiva intervención de Hans Tietmayer, presidente del Bundesbank, que impone a toda Unión futura diez mandamientos ultradraconianos para las finanzas públicas de los países europeos, dejan al descubierto un profundo y oculto interrogante acerca del proceso de construcción europea: ¿quién manda en la construcción de Europa, los banqueros o el poder político?

La respuesta de un sector de la derecha liberal (cada vez más minoritario, es cierto) dirigido por el Gobierno alemán se alinea con la posición del Bundesbank; la de otro sector de la derecha (Giscard d'Estaing) y de la izquierda liberal (Schmidt y muchos socialistas europeos) busca un contrapeso, a la vez monetario y político, frente al poder ya dominante de los hombres de finanzas europeos. Pero todos saben que, a partir de ahora, el futuro de la construcción europea está condicionado por una toma de posición política en un contexto de profunda crisis social, de desconcierto y de desafecto por parte de los ciudadanos europeos ante el proceso en su conjunto.

Evidentemente, el núcleo de la discusión reside en la naturaleza y el funcionamiento del euro. Los círculos financieros alemanes, apoyados por el Gobierno de Kohi, quieren fijar el margen de fluctuación de esa moneda mediante su alineación con el marco fuerte actual, y por tanto fijando a partir de ahora unas condiciones de "elegibilidad" que, a pesar de que ningún país cumplirá los criterios de convergencia, permitirán a algunos formar parte de los elegidos. Así, Cartulieri, miembro de la junta del Bundesbank, quiere crear un "núcleo sano" para la unión económica y monetaria (UEM) que agruparía el área del marco (Alemania, el Benelux y Austria), Francia y tal vez Dinamarca e Irlanda, y excluiría a España, Italia, Portugal y Grecia. Es decir, toda la Europa del Sur, como si ésta fuera el principal problema. Los franceses se muestran más bien reticentes, a juzgar, en primer lugar, por las críticas formuladas contra la idea del pacto de estabilidad y sus condiciones de aplicación y, en segundo lugar y de forma todavía más radical, por el ataque al marco fuerte realizado por el principal paladín de la construcción europea, Valéry Giscard d'Estaing. Esta posición se resume en una fórmula: sí a una moneda estable, no al alineamiento incondicional con el marco fuerte.

El desacuerdo entre Francia y Alemania expresa el vicio de fondo que subyace en el proyecto de la moneda única europea y que atañe a todos los países europeos: la no clarificación del papel del euro. ¿Debe servir para asegurar la fuerza de Europa en la batalla comercial mundial frente a EE UU y los países asiáticos, o tiene como función reforzar la economía de Europa y contener por los siglos de los siglos sus tentaciones inflacionistas? En este punto se enfrentan Francia y Alemania. A Francia le interesa un euro débil porque su posición comercial internacional se ve muy sacudida debido a un dólar infravalorado, mientras que Alemania quiere un euro fuerte porque su posición comercial sigue por ahora a salvo de los ataques de EE UU y porque un marco fuerte refuerza su posición. Sin embargo, no hay garantías de que un euro fuerte alineado con el marco sea el mejor instrumento para luchar contra la hegemonía del dólar en el actual proceso de globalización. Al contrario, todo hace pensar que, a corto plazo, la hegemonía del dólar se mantendrá, porque traduce la actual relación de fuerzas en el mundo, basada en la dominación casi absoluta de EE UU en los terrenos económico, financiero, político y cultural.

Lo que da al dólar su fuerza no es su estabilidad, sino su infravaloración estructural; su valor no estriba en su estabilidad, sino en su flexibilidad. Sólo una acción concertada entre Francia y Alemania, dirigida a la revalorización del dólar (y, por tanto, a una bajada de los tipos de interés del Bundesbank), obligaría a EE UU a revisar su estrategia monetaria mundial. Pero el Bundesbank rechaza rotundamente una conducta de este tipo. El 7 de diciembre, Reimut Jochimsen, miembro del consejo del Bundesbank, puso las cartas sobre la mesa: "No es necesario", dijo, "que la política monetaria contribuya al crecimiento". Está claro. A ello se puede añadir que un marco fuerte refuerza a un dólar débil. Pero el único modo de luchar contra el dólar es precisamente hacer como él: infravalorar para exportar, y producir para no importar en exceso.

Esta estrategia implica que el euro no deberá concebirse como una moneda basada en la paridad franco-marco, sino como un arma política en la competición mundial. Y cuando se habla de moneda también se habla del papel de la política en la construcción europea. En este tema volvemos a encontramos con una divergencia entre la Alemania del Bundesbank y el resto de los países europeos. El Tratado de Maastricht prevé un embrión de Gobierno económico, pero no habla de pacto de estabilidad. Si se frena el primero, está claro que deja de existir toda forma de contrapoder frente a la autoridad del Banco Central Europeo. En la práctica esto signiflicará que el auténtico Gobierno europeo será el Bundesbank. Pero esto ni es posible ni es admisible. No es posible porque el Banco Central Europeo no podrá aplicar unos criterios comunes de gestión monetaria a unos países con diferentes niveles de desarrollo y con unas prioridades económicas, so

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ciales y políticas muy heterogéneas, y no es admisible porque al ser la construcción europea un proyecto común no existe razón alguna para determinar la frontera entre "buenos" y "malos" en función de criterios estrictamente monetarios. La idea del pacto de estabilidad monetaria se basa por entero en este planteamiento, y tiene tres consecuencias negativas: transforma en mandamientos religiosos unos criterios de convergencia que nadie respetará verdaderamente y con ello asegura la preponderancia de un marco fuerte e incluso lo "diviniza"; despoja a los Estados de su soberanía presupuestaria sín crear un verdadero contrapeso político, es decir, entrega Europa a los grandes centros financieros mientras, incluso en EE UU -el país con la desregulación financiera más brutal-, la Reserva Federal, Creada por el Congreso, está obligada a conciliar la estabilidad de los precios y el nivel de empleo, y, por último, aviva gratuitamente los conflictos con los países del sur de Europa, a la vez que genera un nefasto mano a mano entre Francia y Alemania que sólo generará crisis, dada la divergencia de intereses de ambos países.

Frente a esta situación, sólo hay dos vías posibles. Buscar ajustes técnicos -que permitirían resolver de forma superficial y temporal las contradicciones surgidas en torno al euro-, proponiendo, por ejemplo, un sencillo mecanismo de control político basado en una especie de G-7 europeo, tan ineficaz como sometido en la práctica a la dirección del Estado más fuerte, o volver a abrir el debate situando en el centro de la cuestión económica el problema de la autoridad política y de la participación ciudadana. Esta segunda vía no significa en ningún caso cuestionar lo que ya se ha logrado hasta la fecha. Al contrario, más bien defiende que ha llegado el momento de vincular la dimensión económica a la perspectiva política. En este sentido, debe examinarse con seriedad y prudencia la idea de un Gobierno económico europeo. Si se trata de limitarse a negociar con el Banco Central Europeo, y dentro de un marco financiero previamente establecido, las posibles variaciones y los mecanismos de adaptación que se ajustan más o menos a este marco, podemos apostar por que la cuestión desembocará en un fracaso tan estrepitoso como aparatosa haya sido su presentación a la opinión pública. Si, por el contrario, se trata de crear un auténtico poder de orientación y de decisión consensuada, entonces la discusión merecerá la pena.

La actual postura francesa, respaldada por la mayoría de los países miembros y por la Comisión, frente al pacto de estabilidad alemán, parece girar alrededor de dos ejes: la coordinación de las políticas económicas en cuestiones de interés común y la elaboración de orientaciones generales para las políticas económicas de todos los Estados miembros (Consejo Ecofin). Sin embargo, las dos propuestas se muestran muy tímidas en relación con los desafíos a los que Europa se enfrenta hoy. Es necesario ir más lejos. Y no dudar, quizás, en romper algunos tabúes áfirmando claramente:

1. Que la renegociación, que de hecho ya se ha iniciado, sobre el grado de cumplimiento de los criterios de convergencia debe trasladarse a todos los países de la UEM.

2. Que la integración, por supuesto negociada, de todos los países de la zona de la UEM debe ser imperativa y que la exclusión práctica, incluso provisional, de la Europa del sur sería catastrófica.

3. Que el problema de una autoridad política ligada a la soberanía popular se plantea ahora de forma más grave que nunca y que las conferencias intergubermamentales deben alejarse de su tímido pragmatismo y de sus propuestas timoratas.

4. Por último, que el debate debe abrirse ampliamente a la opinión pública.

Sin la aprobación de los europeos y sin el fortalecimiento de la ciudadanía, puede que haya una determinada Europa monetaria, pero no habrá una Europa de los europeos.

Enrique Barón es eurodiputado, miembro de la Comisión de Exteriores del Parlamento Europeo. Sami Naïr es profesor de Ciencia Política en la Universidad de París VIII.

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