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Dos regalos en uno

Dicen, y dicen bien, que un buen escritor es el que escribe un buen folio, aunque escriba otros malos. Y ensancho el dicho: me bastan las dos últimas películas en que he visto actuar a Marisa Paredes, aunque me ronden en la memoria otras (buenas y malas) imágenes suyas, para poder hablar de ella con la comodidad que da hacerlo de una actríz capaz no sólo de crear con elegancia y sutileza dos personajes exactos, de ésos que la jerga llama clavados, sino de lograrlo en ambos casos entre dificultades derivadas de dos guiones que ponen obstáculos a su expansividad: los de La flor de mi secreto y Profundo carmesí.En el primero, a Marisa Paredes le sobra tener que enfrentarse con un personaje pelele (el que encarna, en embolado, Imanol Arias); y en el segundo, el que le hace actuar en contrapunto con otro personaje (el que encarna una no actriz militante libertaria) inexistente como tal, con función ideológica y no dramática. No importa: ella saca adelante el suyo con tanta soltura y nitidez, que con eso le basta para ennoblecer ambas películas, por lo demás estupendas en todo, salvo en esos citados vacíos.

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Ser y estar

Su composición en los bordados irónicos y melodramáticos de La flor de mi secreto roza (es decir, alcanza) la maestría; su veloz paso por las tremendas y angustiosas imágenes de Profundo carmesí es un respiradero, un descanso en la asombrosa atrocidad allí representada. La actriz casi es irreconocible si se la coteja consigo misma en ambas hermosas obras, pues actúa en registros muy pronunciadamente distintos en una y otra, lo que añade a sus talentos el de la ubicuidad gestual, el de esa riqueza de dentro a fuera que sólo alcanzan los aristócratas de su oficio.

Oficio en ese sentido noble (el que proporciona la emoción de lo artesanal) que adquiere cuando es pronunciado dentro de los engranajes de una industria que con frecuencia aplasta con costurones los encajes de bolillos. Como si moldeara las gentes con que puebla su cara con la laboriosidad antigua e imperecedera de la creación fílmica en el único sentido vivo y vivificador que mantiene desde siempre.

Ni un maldito gesto inútil e incontables signos de verdad no atada a modas. Y un buen premio: un regalo para ella y, por tanto, para quienes nos sentimos regalados ante su presencia en la pantalla.

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