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Montevideo

Septiembre pasado. Montevideo se llena de estadistas amigos de Sanguinetti, más un sociólogo imprescindible para este tipo de acontecimientos, Alain Touraine. Algunos montevideanos se preguntan con cierta ironía qué pintan Felipe González y Jordi Pujol en un encuentro a puerta cerrada sobre Nuevos caminos en América Latina, acompañados de Belisario Betancur, Ricardo Lagos, Manuel Marín y dos representantes del poder económico globalizador: Michel Camdessus, director general del FMI, y el presidente del BID, Enrique Iglesias. También algunos intelectuales y periodistas amigos de Sanguinetti y la señora presidenta, María Canessa, dentro de las coordenadas de un retrato de grupo con señora. Sanguinetti había avanzado por televisión una síntesis de su reflexión, y yo estaba allí para verlo y escucharle: "Hasta ahora, las soluciones para América Latina las han dado los economistas, pero esa vía desarrollista parece detenida. Los políticos hemos de intervenir. Se necesita un desbloqueo político". Falta un sujeto en ese protagonismo previo codificado por Sanguinetti, los militares, porque fueron ellos los que practicaron la limpieza de sangre democrática y dejaron el camino allanado para los chicos de Chicago y otras familias economicistas que han conseguido estabilidades sociales basadas en un establishment poderoso, un sector emergente cómplice, un coro intelectual y mediático de cerebros agradecidos y una inmensa mayoría social empobrecida que no consume lo suficiente para garantizar el ritmo de crecimiento acelerado que iniciaron las bayonetas y los decálogos economicistas.

Los observantes uruguayos de tan sorprendente aquelarre ironizaban sobre su éxito cantado: la mera liturgia del encuentro y su fotografía. Pero la reflexión de Sanguinetti va más allá de su escenificación y traduce una inquietud progresiva en América Latina ante la evidencia de que se tambalean las estabilidades sociales derivadas de la solución final militar-economicista. Las fachadas democráticas no sólo heredan el control militar en las azoteas, sino que en numerosos Estados esconden reglas de juego dictadas por el poder oculto de los traficantes de drogas y de armas, capaces de teledirigir programas y conductas públicas de los políticos más representativos. Días después, en Buenos Aires, leía en El Nuevo Porteño que un ministro de Menem consideraba que la solución para Argentina tal vez consistiera en que todo el mundo dejara de robar durante dos años. Sólo dos años. Una eternidad.

Fue en Buenos Aires donde se cruzaron rumores con apuestas sobre la posible fujimorización de la democracia argentina, caído en desgracia Menem ante los sindicatos, la Iglesia y Maradona, con una tasa de paro espeluznante, al garete el milagro económico menemiano en un país donde crece la pobreza y se concentra la riqueza a velocidades de epidemia africana. Fue en Buenos Aires donde empezaban a producirse manifestaciones que parecían llegar por el túnel del tiempo, con pósteres del Che multiplicados, el grito venceremos como nostalgia o como proyecto, esquina Callao -Corrientes, miles y miles de estudiantes recordando los crímenes de los militares contra alumnos de enseñanza media en la noche de los lápices de 1976, pero avisando al sistema de los déficit actuales, de la desesperanza con, la que las nuevas promociones se imbuyen de que el futuro biológico es de ellas, pero sólo el biológico.

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En Montevideo, Sanguinetti no sólo había hecho relaciones públicas, liturgia consultiva dentro de la liturgia democrática, prácticamente el único valor democrático realmente existente, y que dure, aunque sea como sombra de lo que pudo haber sido y no fue. Sanguinetti había expresado una preocupación que también asomó en la intervención de Felipe González en la reunión de la telúrica II Internacional y que semanas después nos explicó Alain Touraine en las páginas de EL PAÍS, verificando mi esfuerzo de tranquilización de mis amigos uruguayos, soliviantados por el secretismo elitista de la reunión: no os preocupéis, no tardará Touraine en contárnoslo en EL PAÍS. Escéptica, María Urruzola publicaba en Brecha un artículo titulado 'Los caballeros del círculo cerrado', temerosa de que nunca sabríamos lo que se había hablado en ese círculo cerrado montevideano, de la misma manera que nunca nos enteraremos de lo que pasó en la guerra del Golfo. Levantemos los ánimos. Sabemos lo que se dijeron los caballeros del social-Iiberalismo o del liberalismo social en Montevideo y sabemos en qué consistió realmente la guerra del Golfo. Sabemos porque aún nos queda el derecho a deducir e inducir, no porque el sistema utilice la opulencia comunicacional para que sepamos de qué mal hemos de vivir o de qué bien hemos de morir. Al contrario.

En Montevideo constataron que la solución final del Cono Sur latinoamericano, aquel holocausto de las izquierdas urdido a comienzos de los setenta, está llegando a su fin y no ha resultado según lo esperado. Gastada la estrategia economicista militar, líderes como Sanguinetti o González recuperarán un discurso político en contra del determinismo economicista, a favor de la intervención de la razón social frente a la lógica ciega e interiorizada de la economía globalizada.

Pero ese discurso, sincero, oportunista o necesario, empieza a crecer por doquier, con acentos radicales desde una cultura crítica extramuros, con acentos preventivos en círculos como el de Montevideo y con acentos quirúrgicos en los estados mayores de intervención económica, política y estratégica ante la hipótesis de que el fracaso del experimento replantee situaciones de insumisión y de revuelta y la incomodidad de otra década represiva, tan mal vista como asumida en los cenáculos de los intelectuales neoliberales que se saben de memoria a Borges e incluso a Emily Dickinson y se van de vacaciones del espíritu cuando los militares y los economicistas instalan el terror del cálculo frío de la muerte y la miseria. Ni buenas ni malas. Inevitables.

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