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Tribuna
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Una ruptura lenta y dolorosa

Pilar Bonet

Cinco años después de la desaparición de la URSS, los ciudadanos de Rusia siguen viviendo con documentos de identidad y pasaportes con las siglas de aquel país extinguido y el emblema comunista de la hoz y el martillo. Las causas no son técnicas -Rusia tiene tres grandes fábricas de moneda y timbre-, sino organizativas y, sobre todo, psicológicas. Mientras muchas de las repúblicas ex soviéticas tienen ya sus "propios" pasaportes nacionales sin huellas del pasado, los "pasaportes rusos" eran hasta hace poco prerrogativa de sectores de funcionariado, y sólo este otoño han comenzado a repartirse a los ciudadanos de a pie para viajar al extranjero. Los documentos de identidad de carácter interno siguen aún siendo soviéticos.Las furibundas críticas de Borís Yeltsin al comunismo y la demonización del pasado que el actual presidente hizo durante su última campaña electoral podrían sugerir erróneamente que la Rusia de hoy tiene respecto al comunismo como sistema la misma relación que la Alemania de posguerra respecto al nazismo. Pero, ¿acaso cabría imaginar que los alemanes de 1950 siguieran teniendo documentos marcados con la esvástica?

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La realidad es que la ruptura con el pasado es más lenta y dolorosa de lo que creían los optimistas dirigentes rusos cuando, en 1991, decidieron dar el golpe de gracia a la URSS. Aquel país, ciertamente, se estaba desintegrando, pero lo hubiera hecho de forma distinta, posiblemente más prolongada y sin hacerse añicos totalmente, si los tres líderes eslavos no se hubieran reunido el 7 y el 8 de diciembre en una residencia oficial de los bosques bielorrusos de Belobezheskaia, pocos días, después del referéndum sobre la independencia de Ucrania.

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Yegor Gaidar, el arquitecto de la reforma económica de 1992, fue, junto con el vicejefe del Gobierno, Serguéi Shajrai; el secretario de Estado, Guennadi Burbulis, y el ministro de Exteriores, Andréi Kozirev, uno de los acompañantes de Yeltsin en aquel histórico viaje a Bielorrusia. En unos fragmentos de su libro -Días de derrota y victoria- adelantados por la revista Itogui, Gaidar cuenta que el mecanismo jurídico para salir de la crisis política se le ocurrió a Shajrai. La fórmula consistió en un acuerdo de disolución de la URSS por parte de los tres Estados (Rusia, Bielorrusia y Ucrania) que habían fundado aquel país con el tratado de 1922. Gaidar confiesa haber escrito el texto del acuerdo de madrugada, cuando las mecanógrafas que acompañaban a los conjurados estaban ya durmiendo. Al día siguiente, el ucranio Leonid Kravchuk, el ruso Borís Yeltsin y el bielorruso Stalisnav Shushkevich, tuvieron que esperar a que Gaidar acabara de dictarles el documento a las mecanógrafas, incapaces de descifrar su caligrafia.

Gaidar, representante a ultranza de la ideología liberal, es un político coherente en su sistema de valores, que no experimenta nostalgias por el pasado. "Lo único que se nos podía reprochar es que fuimos demasiado blandos", afirmaba al periódico Nezavisimaía' Gazeta, en un balance de los cinco anos transcurridos desde el nombramiento del primer Gobierno reformista ruso, en noviembre de 1991. Guennadi Burbulis, que fue también miembro de aquel Gobierno y secretario de Estado, dice experimentar un cierto "sentimiento de culpabilidad" por la "indiferencia peligrosa y en ocasiones delictiva" que el programa de acción del Gobierno mostró ante las cargas sociales de la reforma liberal de la economía.

La clase política rusa, tal como está representada hoy en la Duma Estatal o Cámara baja del Parlamento, donde los comunistas son la fracción mayoritaria, entiende con dificultad por qué Rusia, que fue imperial antes que soviética, se desprendió tan a la ligera de las tierras que la rodeaban. Es una cuestión de perspectivas, porque el 12 de diciembre de 1991 el Parlamento ruso, que entonces se llamaba Soviet Supremo, ratificó la denuncia del tratado de 1922 por 161 votos a favor, tres en contra y nueve abstenciones, y entonces toda la resistencia al comportamiento de Yeltsin en Bielorrusia se redujo a un puñado de votos en contra. Por entonces, nadie planteó qué pasaría con las fronteras internas de las repúblicas ex soviéticas, y el ministro Kozirev llegó a considerar la posibilidad de que los Estados nucleares postsoviéticos se integraran colectivamente en el Consejo de Seguridad de la ONU.

Los rusos tienen mala memoria y, en marzo pasado, la Duma Estatal decidió -por lo menos simbólicamente- invertir el curso de los acontecimientos y aprobar una resolución en la cual se anulaba el acuerdo que puso fin a la URSS, el mismo acuerdo que tan buena acogida encontrara en 1991. La Duma Estatal y otros políticos rusos mantienen las reivindicaciones territoriales sobre la ciudad de Sebastopol, y al alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, que corre el riesgo de ser declarado persona non grata en Ucrania, no le importó molestar a Yeltsin durante su enfermedad para entregarle los argumentos de esta posición. El presidente se dio oficialmente por "enterado" y, por lo visto, no le recordó al alcalde que Rusia ha dado garantías internacionales de seguridad a Ucrania y reconoce la integridad territorial de este país. Hoy, tras el desgaste producido por la crisis económica, los políticos rusos, con algunas excepciones, no pueden asumir públicamente la idea motora de 1991: una Rusia democrática, libre de las repúblicas que parasitaban sobre sus recursos y lastraban su reforma económica, y libre también de la élite soviética representada por Mijaíl Gorbachov. Toda la ambigüedad de la posición rusa, todas las contradicciones entre el sueño democrático y las "necesidades geopolíticas" de la gran potencia, se han puesto de manifiesto en el apoyo prestado por Moscú al presidente de Bielorrusia, Alexandr Lukashenko.

En vísperas de este primer quinquenio de libertad, un grupo de influyentes intelectuales reformistas, entre los que está Sergue Karaganov, vicedirector del Instituto de Europa y miembro del consejo presidencial, han publicado un folleto con el título Renacerá la URSS. Los intelectuales, miembros de un club de discusión llamado Consejo de Política Exterior y de Defensa, concluyen que el intento de recrear la URSS tal como existía es una "utopía extremadamente reaccionaría" que tendría consecuencias sangrientas, pero opinan también que el acercamiento y la integración de los países que formaron la URSS será un proceso largo e irregular, inevitable para una gran parte de aquel territorio.Por lo que se refiere a las expectativas de crear una confederación de los antiguos Estados soviéticos a principios del siglo próximo, los autores del folleto establecen una gradación que va desde "una gran posibilidad" en el caso de Bielorrusia, Kazajistán, Kirguizistán y Armenia, y una exclusión "casi total" en los casos de Estonia y Letonia. Pese a que están en contra de acelerar la reintegración por la fuerza, estos intelectuales de la élite del pensamiento prooccidental en política exterior rusa creen que la categoría de intereses vitales de su país, aquellos para los cuales el Estado debe estar dispuesto a utilizar "todos los medios", incluso "violentos", comprende el acceso sin obstáculos a los recursos estratégicos, las arterias de transporte y los puertos de los Estados de la URSS, y el evitar que se formen coaliciones hostiles a Rusia. Curiosamente, los intelectuales clasifican en la categoría de "intereses menos importantes para Rusia" el "asegurar el desarrollo democrático de los países limítrofes".

Los procesos de integración y desintegración coexisten hoy en el espacio postsoviético y el tiempo dirá cuáles predominan. Lo que ya puede decirse es que entre las constantes de la cultura política rusa está el retorno recurrente a temas que parecen superados y la dificultad de renunciar definitivamente a algo, llámese Sebastopol o llámese imperio.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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