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¿Quién acabará de construir el Estado de las autonomías?

Francesc de Carreras

En las últimas semanas, a raíz de la elaboración de los Presupuestos y de los cambios de financiación autonómica, hemos asistido a un poco edificante sainete político protagonizado por un Gobierno débil, inexperto y con contradicciones intemas, y unos partidos nacionalistas -el catalán y el vasco- curtidos en la demagogia de la afrenta mutua y el victimismo permanente. Solé Tura lo ha descrito con precisión y gracia en estas mismas páginas: "... Una financiación autonómica que se impone a base de golpes de efecto, de negociaciones poco claras, de guerras de cifras y de polémicas que siempre acaban en lo mismo: yo he conseguido más que éste porque soy más listo; yo he conseguido menos y se van a enterar; yo pago lo que haga falta para obtener los votos que me hacen falta; yo arramblo con lo que puedo ahora que tengo ocasión" (EL PAÍS, 3 de noviembre de 1996).Esta actitud, si se tiene en cuenta la materia de que trata, es de una grave irresponsabilidad. Cuando se mezcla el reparto de la riqueza con los más primarios sentimientos de agravio, la necesaria cohesión humana -que es algo más que la simplemente económica y social- en que debe asentarse todo Estado queda muy seriamente resquebrajada.

En esta muy peligrosa situación, el problema de fondo es la construcción del Estado de las autonomías. Contrariamente a lo que se suele opinar, el Estado de las autonomías ha alcanzado un grado de consolidación muy notable. Cuatro son los problemas básicos pendientes: acabar la asunción de competencias de las comunidades, llegar a una financiación justa y suficiente, potenciar la participación de las comunidades tanto en las instituciones centrales del Estado -reforma del Senado- como en las instituciones europeas y, por último, reformar la Administración del Estado y las administraciones locales.

Todos estos problemas siguen pendientes, pero, aunque a ritmos distintos, van solucionándose. La igualación sustancial de competencias -respetando las diferencias estatutarias- es casi una realidad tras los pactos de 1992 entre PSOE y PP. Con el nuevo sistema, la financiación está en vías de solución desde la perspectiva de la solidaridad. Está por empezar la reforma constitucional del Senado -en la que, curiosamente, todos están de acuerdo- y debe darse un paso más en la participación de las comunidades autónomas en las decisiones de la Unión Europea. La Administración del Estado está a medio hacer y la reforma de los entes locales es quizás, la parte más abandonada de todo este proceso.

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Estamos, por tanto, mucho más allá del medio camino: estamos, de hecho, en el comienzo de la recta final. Sin embargo, el proceso de desarrollo autonómico está, en parte, detenido y, sobre todo, corre el serio riesgo de perder la buena orientación que parecía tener tras los pactos de 1992. La causa está en los apoyos parlamentarios que CiU y PNV han prestado al PSOE, primero, y al PP, después, tras las dos últimas elecciones generales. De la experiencia de ambos periodos -el segundo aún muy corto, pero suficiente- debe llegarse a una conclusión: es imposible llegar a un pacto general para terminar el Estado de las autonomías con partidos nacionalistas a la antigua usanza como son PNV y CiU. Me explicaré.

Los partidos nacionalistas no tienen -y así lo dicen explícitamente- un esquema de organización territorial del Estado de las autonomías, sino, simplemente, reivindicaciones propias de acuerdo con sus particulares intereses. Por tanto, es imposible lograr a través suyo cualquier pacto de tipo global, ya que, sencillamente, no tienen ningún esquema general que vaya más allá de su propia comunidad.

Pero, además, en estas reivindicaciones propias no existe un punto final. Viven todavía el victimismo respecto de un Estado que, dicen, les oprime y de unas vagas y abstractas promesas de una independencia y soberanía -ahora es ésta la palabra de moda- futuras. Ciertamente son partidos nacionalistas todavía anclados en una obsesión por la "identidad de los pueblos" que encaja mal en las actuales sociedades pluralistas, multiculturales y pluriétnicas. Menos todavía puede conjugarse su actuación política con la compleja construcción europea que, paradójicamente, no ponen en cuestión; por el contrario, hacia ella desplazan competencias, sin queja alguna, mientras perciben como una afrenta cualquier nimia disputa competencial con el Estado.

Esta falta de plan global respecto al Estado hace que la acción de los partidos nacionalistas en Madrid se limite a ser la de un simple lobby o grupo de presión: íntercambian cualquier pieza del Estado -en la que no tienen el menor interés si no es para obtener su traspaso- por alguno de sus intereses particulares. En ese sentido, como se comprueba es el mercadeo en los Presupuestos es un gran momento. Debe decirse que esta actitud de lobbysta podría ser perfectamente legítima. En definitiva, en Estados Unidos cada Estado tiene su lobby particular, que presiona en Washington, dentro de lo que ha sido llamado por algunos federalismo competitivo. Ahora bien, cada uno debe aparecer como lo que es, y si se quiere gozar del status de partido político, no puede uno utilizar los canales y los métodos de los grupos de presión. Ésta es la contradicción que deslegitima a los partidos nacionalistas.

En cualquier caso, sin un plan general sobre el desarrollo del Estado, y con el modo de hacer de los lobbys, no pueden los partidos nacionalistas colaborar en el diseño final, atendiendo sólo a necesidades objetivas y funcionales, del Estado de las autonomías. Es decir, el instrumento clave de la construcción del Estado autonómico no puede quedar en manos de quien, por su intrínseca naturaleza, lo que quiere es construir otra cosa y se desentiende, por sistema, de los problemas generales.

Con todo lo cual, la solución es fácilmente deducible. Sólo los partidos con intereses en todo el Estado pueden atender, con eficacia, a las necesidades del mismo. Recuerdo como hace dos veranos, en Santander, en un curso de la Universidad Menéndez Pelayo en el que yo mismo participaba, tuve ocasion de oír en un mismo día a Jerónimo Saavedra -a la sazón ministro socialista de Administraciones Públicas- y a Mariano Rajoy -ministro en el Gobierno actual de la misma cartera- exponer las posiciones de sus respectivos partidos sobre el desarrollo autonómico: ambos decían, en la práctica, lo mismo.

Quizá ante el desbarajuste actual sería bueno que se retornaran aquellas ideas y, con sentido de Estado, antes de que sea tarde y si no queremos convertir el sainete en drama o en tragedia, el PP y el PSOE -y también IUllegaran a acuerdos parlamentarios sobre el desarrollo autonómico, elaborados desde criterios e intereses generales. En definitiva, no se trataría de otra cosa que de recuperar el espíritu del pacto autonómico de 1992 y llevarlo a su culminación.

Francese de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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