¿A quién le interesa la política exterior?
Los Estados y los Gobiernos hacen política exterior. En algunos países la hacen sólo los Gobiernos porque no hay tradición ni medios para que el Estado en cuanto tal, independiente del color del Gobierno en un momento dado, reflexione, elabore y potencie la actividad exterior de una sociedad concreta. Cuando existen, esas funciones -aun impulsadas por el Gobierno- las lleva a cabo lo que los americanos denominan el "establecimiento diplomático", y que no comprende únicamente la carrera diplomática, sino diversas fuerzas, círculos de influencia y centros impulsores de iniciativas en los distintos ámbitos sociales, económicos, comerciales, académicos.Ahora bien, para que exista una actitud permanente y consolidada hacia lo exterior es indispensable una adecuada comunicación y sensibilización entre la sociedad en sí y los sujetos y actores, individuales y colectivos, que la suscitan, dan vida y encarnan. En definitiva, ha de existir un interés fundado de la opinión pública por la política exterior y las relaciones internacionales.
¿Es Estados Unidos ejemplo de esta actitud que estamos comentando? De entrada, hay que decir que han pasado del internacionalismo activo de la época de Woodrow Wilson y de la segunda posguerra mundial -con el que deseaban rehacer el mundo, desquiciado, a imagen y semejanza del modelo norteamericano- al incipiente aislacionismo de hoy día. Aislacionismo patente en una parte considerable de la sociedad y de amplios sectores y líderes del partido republicano, entre los que se debate desde abandonar la ONU hasta alejarse de la OTAN o privatizar la ayuda internacional al desarrollo, todo ello con la intención de reducir al mínimo las partidas presupuestarias dedicadas a la política exterior. Por ésta mostraba su escaso interés hace un año Newt Gingrich, presidente de la Cámara de Representantes, admitiendo que dedicaba a la misma tan sólo una décima parte de su tiempo.
En lo que toca a las actividades exteriores de Clinton, relativamente acosado en lo doméstico, se ha dicho casi de todo en los últimos tiempos. Desde ser acusado de no tener política exterior, sino una de "asuntos sociales" o "propia de la madre Teresa de Calcuta", a que sería feliz si Estados Unidos no tuviera política exterior alguna. El sarcasmo social-teresiano pretende desacreditar la política global de defensa de los derechos humanos impulsada (si bien selectivamente) por los demócratas. La atribuida felicidad, caso de no existir lo exterior, estaría en función del deseo de evitar un castigo electoral, dado que las dificultades de determinados temas internacionales los hacen supuestamente poco rentables a nivel interno.
Sin embargo, Clinton ha sabido responder a sus críticos mediante la acción y la reflexión. La primera ha sido aplicada, por ejemplo, en Bosnia y en Líbano (en este segundo país, EE UU impuso un alto el fuego el pasado abril). La segunda la lleva a cabo estas semanas al insistir en la inseparable relación entre política exterior e interior, incluida la economía y la batalla contra el desempleo. Dice el presidente: "Debo hacer todo lo posible para encontrar la manera de hacer creer al pueblo americano, no esporádica, sino instintivarnente, que ya no existe una fácil línea divisoria entre política exterior e interior. El mundo en que vivimos no nos pemite ya ese lujo" (International Herald Tribune, 1 de agosto de 1996). Tiene razón.
Esa convicción ha posibilitado que Clinton lograra imponer al Congreso, controlado por los republicanos, la aprobación de un crédito de casi 13.000 millones de dólares para salvar a México de su caos económico-financiero. La conexión exterior-interior debería resultar obvia. No sólo una economía mexicana deprimida no podría consumir los productos del gran vecino del Norte, sino que el flujo migratorio a California y Texas aumentaría considerablemente. En cualquier caso, para satisfacción del presidente, México anunció a finales de julio que estaba en condiciones de pagar, anticipadamente, el 75% de lo que debe.
No obstante, las encuestas sobre el tema que nos ocupa reflejan contradicciones. En la realizada en 1995 por el Chicago Cóuncil on Foreign Relations, los americanos aparecían eufóricamente dispuestos a apoyar determinadas generalidades de carácter internacionalista, pero daban marcha atrás a la hora de asignar dinero y tropas a compromisos concretos. En cambio, según otra llevada a cabo en junio de 1996 por The New York Times, la mitad de los encuestados aprobaba la forma de conducir la política exterior y un 54% estimaba que el presidente había logrado el adecuado equilibrio entre política interna y externa. Pero no hay datos que alteren la renuencia a poner en peligro vidas y haciendas que evidenciaba el sondeo de hace un año. En suma, está por ver si el empeño de Clinton en poner coto al retraimiento de la sociedad civil respecto a la política exterior tendrá éxito.
¿Y qué decir de España? Es el nuestro un país hipersensible para con el tema humanitario, como la famosa campana pro 0,7% atestigua. Según encuestas fiables coincidentes con las matanzas y el éxodo ruandeses, la sociedad española fue la que más se volcó en la asistencia subsiguiente. Sin embargo, aunque las cosas han mejorado en los últimos años, nuestra sociedad es de las menos inclinadas entre las europeas a interesarse por la política exterior o por unas relaciones internacionales seriamente contempladas y organizadas. Quizá haya que admitir que temperamentalmente el español es dado a la entrega generosa ante la catástrofe o la adversidad coyunturales ajenas, pero menos a cuidar la estrategia, el marco, la prevención.
En cuanto a los medios y recursos, el panorama es casi desolador, tanto a nivel oficial como en el de la sociedad civil. Bien porque ésta ha impuesto hasta hoy a los dirigentes políticos una preocupada inmediatez por las necesidades del día a día o porque los líderes no han sabido o querido trabajar social y políticamente para que la opinión pública considere de otro modo la ecuación política interior/exterior. El hecho es que lo que abunda en casi todos los países de la UE escasea en el nuestro. Salvo casos aislados, ni fundaciones, ni clubes de debate, ni institutos, ni publicaciones centrados en las relaciones y política exteriores. Excepcional y elogiosa mención merece el diario EL PAÍS, que, desde su nacimiento en 1976, no sólo dedica numerosas páginas a lo internacional, sino que abre con ellas. Tampoco existe una suficiente, fluida y permanente relación entre el Ministerio de Asuntos Exteriores y los, por otro lado, contados departamentos de Estudios Internacionales de las universidades. Piénsese, además, que los partidos políticos, instituciones básicas de nuestra vida democrática y constitucional, ni siquiera se preocupan de incluir en las listas electorales el adecuado número de expertos en estas áreas. Con este panorama no es extraño, aunque ello sea anecdótico, que esta penuria y abulia conduzcan a la ausencia de españoles en iniciativas oficiosas o privadas que tienen como objeto lo internacional. Ello queda reflejado en el reciente libro Nuestra comunidad global, elaborado por la Comisión de Gestión de los Asuntos Públicos Mundiales y publicado en los cinco continentes. Si bien en dicha comisión, integrada por 26 personas, se halla la diputada socialista catalana Anna Balletbó, en la lista de colaboradores de la obra (unos 300) no figura ni un solo español y España no consta en el índice analítico.
Y sin embargo, como recuerda Clinton, es cierto que cada día resulta más difícil trazar una nítida línea divisoria entre lo nacional y lo internacional. De una parte, porque las causas, naturaleza y características de temas supuestamente adscritos a uno u otro concepto no tienen existencia independiente, pura, sino que a menudo se solapan o confunden, obligando a preguntarse si lo nacional tiene sentido sin lo internacional, y viceversa.
De otra parte, porque en Europa -única área político-cultural del planeta donde la supranacionalidad ha alcanzado un notable desarrollo- se ha consolidado un orden jurídico sui géneris, el comunitario, intermedio entre el interno y el internacional. En España, el mismo ha quedado singularizado por la sentencia del Tribunal Constitucional 165/94, de 26 de mayo de 1994, dictada a raíz de que el Gobierno de la nación se dirigiera al TC con motivo de la creación, en 1988, por el Gobierno vasco de una Oficina de Euskadi en Bruselas. En dicha sentencia se establece que "cuando España actúa en el ámbito de las comunidades europeas lo está haciendo en una estructura jurídica que es muy distinta de la tradicional de las relaciones internacionales, pues el desarrollo del proceso de integración europeo ha venido a crear un orden jurídico, el comunitario, que para el conjunto de los Estados componentes de las comunidades europeas puede considerarse a ciertos efectos como "interno".
Algunas de las cuestiones -en principió de naturaleza interna, pues se dan en España- que agobian a sectores de la ciudadanía no tienen origen interior. Por citar dos: la emigración o la pesca de nuestra flota. Sea el orden jurídico que atañe propiamente internacional o comunitario, es imperativo elevar la mira nacional, trascender nuestras fronteras si queremos resolverlos. Están necesitados de política exterior o comunitaria, pero desde luego de algo más que de política interna. Habrá, además, que aprender (y enseñar) a solventar la siguiente contradicción: por un lado damos por hecho que la opinión pública tiende a imponer a sus gobernantes y partidos políticos con la perentoriedad de sus necesidades diarias internas, pero, por otro, no se analiza ni se ayuda a hacer realidad consciente (parece existir un mecanismo psicosocial de bloqueo que lo impide) que frecuentemente esas necesidades tienen su causa en lo exterior. Unamos esfuerzos y demos tiempo al tiempo.
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