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Tribuna:LAS DOS IGLESIAS DE CENTROAMÉRICA
Tribuna
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El octavo sacramento

De casta le viene al actual obispo de Mondoñedo la denuncia del "boato y la importancia" (véase EL PAÍS del 23 de octubre) que con tanta donosura prodigó el vicepresidente primero del Gobierno en su reciente desposorio. Uno de sus más ilustres predecesores, fray Antonio de Guevara, dejó escrito en 1539 un encantador opúsculo de inequívoco título, Menosprecio de corte y alabanza de aldea, muy recomendable para la nueva clase política.Preocupado igualmente por los asuntos del siglo, el cardenal de Managua, Miguel Obando, acaba de utilizar el púlpito para echar una manita en las recientes elecciones al tripudo Gordomán, como cariñosamente le llaman sus simpatizantes (por cierto, monseñor luce también una llamativa andorga: a él tampoco parece que le afecte la desnutrición severa que sufre el 12% de la población infantil de su país, según datos del Informe sobre desarrollo humano 1996), mientras que el otrora denostado Ricardo Blázquez, obispo de Bilbao, en un obligado rite de passage nacionalista, se presta como mediador en el conflicto vasco.

En medio de este torbellino aparece la figura de monseñor Sáenz, arzobispo de San Salvador, destituyendo al jesuita Rodolfo Cardenal de la parroquia que regentaba y pronunciándose a favor de la pena de muerte mientras afirma sin parpadear que él no interviene en política. Lo dice en una entrevista de un diario madrileño (Abc del 17 de octubre), del mismo en el que hace ahora unos ocho años aparecía El coche bomba y el jesuita, un artículo que fue acogido con inusual alborozo en los despachos, dependencias y medios de comunicación oficiales de El Salvador. A Nacho Martín-Baró, uno de los jesuitas asesinados en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), me consta que su lectura lo llenó de un oscuro estremecimiento. Escribió una amarga y airada réplica que, como era más que previsible, los responsables del mentado periódico no tuvieron a bien publicar. Desde entonces repitió hasta la saciedad que aquel desdichado artículo llevaba impresa la sentencia de muerte de Ignacio Ellacuría, a quien el articulista, que no era otro que J. L. Martín Descalzo, se permitía el lujo de acusar de connivencia terrorista.

Sin embargo, la relación entre las escleróticas fantasías del cura vallisoletano y los estremecedores acontecimientos protagonizados por el batallón Atlacatl en la madrugada del 16 de noviembre de 1989 (el asesinato de seis jesuitas y la esposa e hija del jardinero de la UCA, el inolvidable Obdulio) no pasan de la mera coincidencia. Eso sí, el dichoso articulito sirvió para que los militares salvadoreños reforzaran la que desde hacía años era una de sus más interesadas convicciones: definitivamente, la UCA era un nido de perfidia moral y subversión política.

Por eso tuvieron que satanizar a monseñor Romero: para que su sangre no les salpicara la conciencia a la hora del aperitivo mientras analizaban metódicamente los avances de ese proyecto político en el que la injusticia social, las lacerantes desigualdades económicas y la represión política indiscriminada formaban parte del paisaje de lo cotidiano: las encuestas del Instituto Universitario de la Opinión Pública señalaban en mayo de 1988 que el 35% de los salvadoreños apuntaba a la injusticia estructural como la principal responsable de la guerra; según Unicef, la tasa de desnutrición en el periodo 1983-1990 alcanzaba a un 20% de los niños salvadoreños entre cero y cinco años, y la Comisión de la Verdad registró más de 22.000 denuncias de graves hechos de violencia entre enero de 1980 y julio de 1991.

Una de las consecuencias más perversas de este planteamiento se cifra en una especie de militarización de las conciencias atrapadas en las sinuosidades de argumentos morales que hablan de la imperiosa necesidad de orden, autoridad y jerarquía, o en el pragmatismo de razones económicas que justifican cualquier procedimiento para asegurar un clima favorable para la inversión extranjera, o bien en argumentos políticos que tildan de enemigos del pueblo a quienes osan discrepar de las verdades oficiales. El temor, la desconfianza, la sumisión, la obediencia ciega, el fatalismo y la pasividad acaban siendo el resultado ideológico de estrafalarios proyectos de diverso espectro y envergadura que permiten y hasta alientan la devaluación y deshumanización de un supuesto enemigo (si no lo hay, se inventa) y justifican su aniquilación física o moral.

El soldado Óscar Mariano, Amaya Grimaldi, alias Pilijai, dejó su marca personal en ese dislate colectivo: fue el encargado de rematar a cada uno de los jesuitas. Él se ocupó de asestarles fría, calculada y profesionalmente el tiro de gracia como quien oficia una ceremonia cuyo guión se remonta a la noche de los tiempos y cuya letra reproduce un desorden sociopolítico perfectamente institucionalizado en el que la injusticia, la intolerancia y la mentira suelen ser monedas de curso corriente en la convivencia social.

Aquel selecto grupo de curas dedicó su existencia a la denuncia de ese armazón ideológico que legitima la desigualdad, la injusticia y la explotación acudiendo unas veces a razones extraídas de la más rancia y oscurantista ortodoxia católica (la voluntad de Dios), y esgrimiendo otros falaces argumentos que reinventan una y otra vez la inveterada hipótesis de un inequívoco orden social falazmente instalado en los pliegues más recónditos de la naturaleza humana. Su delito más flagrante parece haber consistido en el pleno ejercicio de la libertad y en la celebración cotidiana del sacramento de la liberación quizás (sin duda) para, en palabras de García Márquez, poder conceder por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra a aquellas estirpes condenadas a cien años de soledad.

Amalio Blanco es decano de la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid.

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