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Las mujeres miradas

Antonio Muñoz Molina

Reconocemos la modernidad inmediata de Toulouse-Lautrec en el desasosiego de caligrafía urgente que tienen siempre sus trazos, en la prisa por captar cuanto antes lo que un segundo después ya no será igual. Pinta como si dibujara, con la instantaneidad de los calígrafos japoneses, y anuncia muy anticipadamente los gestos de velocidad y audacia de Robert Motherwell o de Jackson Pollock. Pinta y dibuja lo que ve, lo que ama, lo que está descubriendo y espiando, la sustancia misma de la vida moderna, como quería Baudelaire, pero a la vez pinta; igual que los expresionistas, el acto y el gesto de pintar, las destrezas y las incertidumbres de la mano, la sucesión de parpadeos rápidos y de fulminantes decisiones que constituyen la materia de su oficio. Parece que pinta o dibuja en cualquier circunstancia, en el palco de un teatro, en el salón de un prostíbulo, en un circo, entre las mesas de un café, y que lo hace con lo primero que encuentra a mano, que muchas veces en un trozo cuadrado de cartón. No sólo vemos con los ojos, también tocamos con ellos, tocamos la textura rica y vulgar del cartón, la materialidad grumosa de los lápices, vemos el escorzo o el perfil de una cara que estarán siempre como inacabadas, y, por lo tanto, siempre haciéndose delante de nosotros.Esa mujer de espaldas, pelirroja, con el pelo impetuoso y recogido en un moño, con un pañuelo al cuello, pintada y dibujada a la vez sobre un cartón, con óleo diluido en trementina para que las pinceladas sean más rápidas y con un lápiz rojo, tiene ahora mismo una poesía de provisionalidad y de presente idéntica a la que debió de tener cuando la mano y la mirada de Toulouse-Lautrec se apresuraban para retratarla. El cartón es de mala calidad, áspero, más bien sucio, incluso tiene, en la parte superior derecha, un oscurecimiento que será de humedad: da lo mismo, esa materia tan innoble, por comparación con el lienzo, transforma su misma vulgaridad en un atributo de la obra de arte, se convierte en una parte necesaria de ella, como el mármol de una escultura de Rodin o de Miguel Ángel.

Decía Walter Benjamin que el París de Baudelaire en realidad no empezó a existir sino después de su muerte y que, por lo tanto, lo que para nosotros son retratos magníficos de una ciudad, son más bien visiones futuristas. Ocurre algo parecido con los ensayos sobre arte de Baudelaire, sobre todo el que tal vez sea el más relevante de todos, El pintor de la vida moderna. De quien parece que se está hablando en esas páginas, que exigen y celebran un arte volcado a la expresión de lo contemporáneo, a la búsqueda de lo eterno y perenne en la fugacidad de- lo real, de las convulsiones de la vida urbana y de la moda, es precisamente de Toulouse-Lautrec, que empezó a peregrinar con su sombrero hongo y sus quevedos y sus andares de tullido por el París que imaginó y describió Baudelaire cuando éste llevaba ya muchos años muerto.

Fantasmas ilustres y sombríos lo acompañan a uno cuando recorre la exposición de Henri Toulouse-Lautrec en las salas de la Fundación Juan March: el fantasma de Baudelaire y también el de Proust, el fantasma hinchado y solitario, fracasado y proscrito de Oscar Wilde, que se vislumbra al fondo de un palco en una litografía, tan de pasada como se ve en otra al propio Toulouse, serio, de perfil, con su sombrero, su barba y su traje oscuro, observador y anónimo, como los desconocidos que pueblan los bulevares y los cafés de las ciudades modernas, las noches artificiales relucientes de espejos, de mujeres maquilladas y lámparas de gas.

Se aproximaba la hora de cierre y yo no me decidía a marcharme, porque justo entonces, cuando no quedaba casi nadie, era cuando podía disfrutar más tranquilamente de los cuadros, identificar caras repetidas, volver a detenerme en un detalle, en una expresión. Alejarse de unos cuadros que a uno le gustan mucho es siempre una decisión difícil, porque nos preguntamos cuándo los volveremos a ver, y al irnos del todo nos da la aprensión de pensar que tal vez nunca más llegaremos a tenerlos tan cerca, delante de los ojos, en su verdad material, tan distinta de las fantasmagorías inexactas de las reproducciones.

Casi desde la salida me volvía una vez más para ver de nuevo a la inglesa rabia, a la pelirroja de espaldas, al cómico gordo que se desmaquilla delante del espejo, a la mujer que mira algo terrible o trivial con unos gemelos, en un palco rojo, a las prostitutas que hacen cola para ser examinadas por el médico, a los caballeros de levita, sombrero de copa, bastón y cuello duro, que miran a las mujeres en los prostíbulos con una mezcla tenebrosa de lujuria y clandestinidad. Me di cuenta entonces de que Toulouse-Lautrec retrata con preferencia exactamente eso, el juego y el drama de las miradas, que es simultáneo, pero no igualitario, porque siempre hay quien mira y quien es mirado, quien domina con los ojos y reserva su dignidad y su preeminencia social aun mezclándose con el bajo mundo y quien ha de exhibirse para ser juzgado, clasificado o elegido por las miradas de los otros. Los caballeros de sombrero de copa se vuelven entonces siniestros como los aristócratas de Marcel Proust que descienden en secreto a los más nauseabundos prostíbulos: se ve que las mujeres y los cómicos

están gastados no sólo por la edad y por las ingratitudes y las incertidumbres del trabajo, sino por las miradas, que los usan y los degradan igual que las manos a las monedas o a los billetes de banco. La mujer cabizbaja y medio desnuda que se alza la combinación delante del médico se humilla de antemano ante su primacía masculina y burguesa, como la que se desciñe el corsé ante los ojos turbios de un cliente. Entre tantas miradas de deseo y de miedo, de melancolía y codicia y aturdimiento alcohólico, la única mirada de inocencia y piedad es justo la que no vemos y la que guía nuestros ojos, la mirada ávida, certera, incesante y miope de Toulouse-Lautrec.

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