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Tribuna:DOS ANIVERSARIOS
Tribuna
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El muro de Berlín y la 'noche de los cristales rotos'

El 9 de noviembre de 1989 caía el muro de Berlín. Desde entonces, la caída del muro es un tópico obligado de nuestro tiempo. Que hay que ponerse solemnes y hablar del "fin de la historia", recurrimos a la caída del muro; que hay que explicar por qué el socialismo anda errático en la última temporada, pues por la caída del muro.El 9 de noviembre ha entrado en el libro de oro de la historia, aunque, eso sí, pagando un alto precio: el del olvido de otro 9 de noviembre, esta vez de 1938, conocido en los viejos libros como la fecha de la noche de los cristales rotos. La fuerza de los acontecimientos ha querido que estemos hoy celebrando un triunfo, el del derrumbamiento de un sistema totalitario, en lugar de estar conmemorando una catástrofe moral, que fue lo que se puso en marcha en aquella noche de noviembre de 1938: el toque de cometa para la barbarie nazi contra los judíos. Es lógico que, si hay que escoger, uno prefiera ir de fiesta que de luto. Otra cosa es cuando la fiesta se hace a costa del luto, y algo de eso ocurre entre las dos fechas que recordamos.

No olvidemos, en efecto, que el muro de Berlín fue el resultado, al margen de quiénes fueran los albañiles, de una guerra mundial desencadenada por el fascismo. El muro de Berlín no sólo dividía dos concepciones del mundo, también recordaba el origen de la contienda, por eso el Partido Socialdemócrata Alemán, en un alarde de responsabilidad histórica, no dejaba de repetir que la reunificación alemana sólo podía sobrevenir cuando se hubieran restañado las heridas abiertas por los nazis en Europa. El muro debería caer a resultas de un planteamiento moral de la política.

Las cosas sucedieron de otra manera. La política tiene su particular forma de recordar. ¿Qué podía hacer el canciller Kohl con el 9 de noviembre de 1938? Nada de lo que se espera que haga un político. Esa fecha era una china en el zapato que obligaba a Alemania a cargar con un pasado paralizante. Hacer política con tantas responsabilidades era tanto como. renunciar a la política. Con el 9 de noviembre de 1989, en cambio, ya hemos visto lo que ha hecho: reunificación alemana, liderazgo político europeo, pasar la página de la historia.

Decía Nietzsche que para poder vivir hay que olvidar o, al menos, saber seleccionar los recuerdos. Esa recomendación la sigue al pie de la letra la política. La política crea unas reglas de juego entre seres que, pese a su piel de corderos, no han perdido el pelo de la dehesa, ni mucho menos los colmillos depredadores. Esas reglas no tienen límites con tal de permitir la convivencia, tan amenazada desde dentro. Por eso, todo es materia de trato y trueque. Todo puede ser negociado, hasta el crimen, porque lo que se negocia no es su bondad o maldad intrínseca, sino su significación para la convivencia.

Lo contrario de ese ánimo negociador es la creencia de que hay acciones irreparables, siempre pendientes, acciones como las del 9 de noviembre de 1938, que no prescriben, que siempre llaman a la puerta de la conciencia individual y colectiva para decirnos que allí hubo un crimen. Esos recuerdos preguntan qué tenemos que ver nosotros, y nuestro modo de convivencia, es decir, nuestra política, con aquéllo.

Si la respuesta al crimen del 9 de noviembre de 1938 es el olvido del 9 de noviembre de 1989, la cosa es grave. Si el desarrollo político acaecido tras la caída del muro exige pasar la página de la historia es porque entendemos que no hay relación entre ellos. Los bárbaros del 38 nada tienen que ver con los políticos del 89. En tierra de nadie quedarían las víctimas. Pero las víctimas no son meros muertos, sino testigos de una infamia que no sólo denuncian la inhumanidad del verdugo, sino la inmoralidad del político que pase de largo. Y se pasa de largo cuando se construye sin tener en cuenta todo lo que se frustró en la noche de los cristales rotos: el derecho a la diferencia, la universalidad de la justicia, el primado de la responsabilidad. La dignidad de la política exigiría construir el futuro pensando en aquel 9 de noviembre de 1938. Pero la señal se ha borrado. No hay que lamentar su caída, porque con ella ha caído un sistema político totalitario. Lo único lamentable es que ahora sólo se celebra el noviembre de 1989, y no se recuerda el de 1938.

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Esta insistencia en el recuerdo produce en muchos políticos y en no pocos intelectuales un mal disimulado enojo. Porque, vamos a ver, ¿qué ganamos vistiendo la vida social con señales de duelo? ¿No será mejor sembrarla de personajes positivos, de líderes, sabios, políticos y guerreros?

Hay en ese enojo un reproche por no respetar las reglas del juego. El mundo de la ética no es el de la política. En el mundo de la política, el mal es negociable; en el de la ética, no. En la política cabe corregir el error; en la ética, los efectos dañinos son irreparables y uno está enfrentado a su responsabilidad por los siglos de los siglos. Para la ética, hechos como los ocurridos en la noche de los cristales rotos se pasean por la historia con la señal de Caín, como diría Sánchez-Ferlosio, es decir, con una señal en la frente para que nadie les mate, ni les olvide, sino que estén siempre ahí. El muro de Berlín era como la señal de moderna. Lo que ocurrió en Alemania es una metáfora de la política de nuestro tiempo.

Es verdad que la ética y la política son dos campos diferentes. Pero no son cotos cerrados. Se tocan por algún lado.

Es indudable que la izquierda política ha enriquecido la teoría y la práctica política (teorías de la democracia, democratización de los modos de producción, desarrollos de sistemas asistenciales, etcétera). Pero es en el campo de la moral -pese a todos los casos de corrupción conocidos- donde su presencia ha sido más decisiva. Si en política hasta el crimen es negociable, la izquierda ha impuesto en la conciencia política el principio del no matarás. Si la derecha entiende que se nace inocente y "a quien Dios se la dio, san Pedro se la bendiga", la izquierda entiende que el hecho de nacer rico o pobre no es neutro moralmente: se nace con responsabilidades adquiridas. Hay que dar cuenta de la herencia recibida (de las fortunas y de los infortunios), y eso es tanto como decir que uno viene a este mundo de desigualdades con la pregunta por la justicia bajo el brazo.

La caída del muro agravó la crisis de la izquierda. La izquierda ha ido cerrando poco a poco negociados que en otro tiempo parecían indiscutibles: el de la revolución, el del marxismo, el del internacionalismo, el de lo público. Ahora está trajinando el traspaso del socialismo liberal al negociado del liberalismo social, en espera de nuevos acontecimientos. Hay crisis de ideas. Pues a falta de ideas, bienvenidas sean las sugerencias. Me permito una: pensar el tiempo. Hasta ahora, la izquierda había pensado en términos espaciales: lo suyo era la utopía, que es un lugar ideal fuera del espacio actual. No parece que se haya ido muy lejos. Intentemos, pues, tomar en serio el tiempo.

Eso es tanto como tomarse en serio los nueve de noviembre de 1938, tanto como cultivar la conciencia de que hay acontecimientos del pasado que no prescriben por más que pase el tiempo. Y que no se puede construir el futuro o discutir los presupuestos cada año sin tenerlos en cuenta. No se trata de recordar el pasado para que no se repita, sino de algo más trivial: evitar que el presente se eternice, se reproduzca indefinidamente. Se recuerdan esos pasados dolorosos para mejorar el presente a base de disminuir el sufrimiento y achicar la injusticia. Este par de simplezas es lo que explica que haya quien, ante el rostro angustiado de un niño zaireño, no reaccione con el sentimiento convencional de la conmiseración, sino con una exigencia de justicia.

Reyes Mate es profesor de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).

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