Don Juan y sus ausencias
Llegó el Día de los Difuntos y Don Juan no vino; hablo de Don Juan Tenorio. Ni el teatro, donde de la mano de Zorrilla era el gran clásico de noviembre, ni la televisión, que en tiempos recientes lo rescataba de sus ya crecientes ausencias, se han acordado de él. Nadie, o casi nadie -siempre hay beneméritos aficionados para salvar los olvidos absolutos-, ha pensado en Don Juan. Y no es un olvido casual ni un producto de la ignorancia.El gran seductor era, es un mito barroco; representa la transgresión erótica, el desafío a los poderes del cielo, la burla de los poderes humanos con su larga estela de crímenes y pendencias. Hoy, la transgresión erótica, como la entiende Don Juan, ha dejado de existir. Hoy, las Ineses y las Tisbes y todas las demás seducidas hacen masters, tienen su propia profesión y, en todo caso, hacen lo que les viene en gana con su cuerpo, sin que para amar tengan que depender de un señor que las embriague con halagos y falsas palabras. En cuanto al desafío ultraterrestre son notorias las rebajas que se han hecho en esta materia, y, puesto a burlar los poderes de los hombres, ahí están los blanqueadores de dinero y los financieros del pelotazo, del balonazo y de lo que sea, para dar insuperables ejemplos de burla. Supongo que el donjuanismo seguirá teniendo defensores metafísicos, obstinados en convertirlo en una categoría antropológica y todo eso. Muy respetable, pero pierden el tiempo, como perdió ya su tiempo el gran seductor.
No, Don Juan no vino el Día de los Difuntos ni volverá a venir probablemente en mucho tiempo, al menos de modo solemne y oficial. De golpe, toda la literatura del doctor Marañón y tutti quanti sobre Don Juan y el donjuanismo ha envejecido hasta morir. Nos da igual que Don Juan sea feminoide, poco viril e inmaduro, como quería el ilustre doctor. El patio no está ya para sus andanzas. Llegan ellas, jovencitas, pero no desvalidas, con los trajes negros y los ojos bien pintados, y arrasan en la noche de Madrid, y ni saben que existió Don Juan, salvo que lo hayan tenido que estudiar en el colegio, ¡vaya, lata!, lo que se aburrieron con una historia tan incomprensible: un sevillano que las mataba con su piquito de oro; vamos, hombre. Se reirían ellas, tan poco inocentes, si supieran, las que no lo saben, que deben ser la mayoría, que Don Juan es uno de los mitos literarios universales de la cultura española. Porque a la Celestina se la sigue entendiendo, la entienden, llegada la ocasión: todo vale para el dominio de los hombres y por la pastizara ("a tuerto o a derecho, nuestra casa hasta el techo"), y Don Quijote continúa siendo el más bondadoso y puro de los hombres. Y un laico, además, una mente racionalista cuando de analizar se trata, y si no que se lo pregunten al eclesiástico de la ínsula Barataria, a quien Don Quijote pone de vuelta y media por intentar discutir el oficio de caballero andante. Por un motivo u otro, las jais, llegado el caso, respetarían a Don Quijote y a la Celestina, pero no, desde luego, a este petimetre verboso, machista y pendenciero de Don Juan.
Y es una lástima la ausencia teatral de Don Juan (aunque es preferible que no venga para venir como vino hace muy pocos anos en una versión engolada, provinciana y estúpida, y encima pagada con dineros municipales). Porque la obra de Zorrilla (mejor sin duda que la de Tirso o que a él se le atribuye) es kitsch y un punto cutre con su apoteosis del macho tridentino que, al final, hasta se salva y todo, para mayor, satisfacción del irredento ibérico del patio de butacas que se sentía encantado de verse exaltado y justificado para insistir en sus empresas. Pero qué prodigio de teatralidad, qué portento de sabiduría escénica. Los ripios, las gesticulaciones, los énfasis, todo, todo es teatro al ciento por ciento, y eso explica que alguien tan poco donjuanesco como García Lorca dijera que era la obra que a él le hubiera gustado escribir. Nunca se ha rimado tan mal literariamente y tan bien teatralmente. Pero nuestras expectativas escénicas no dan para que alguien se acuerde de Don Juan e intente sacarlo a escena por estas fechas. La minoría dispuesta a aplaudir a este Don Juan de Zorrilla es, seguramente, muy mínima, y por eso nadie arriesga nada a favor del gran bergante.
Al Final nos queda la ópera de Mozart, que vio a Leopoldo, su odiado padre, en la imagen del comendador, y es difícil que envejezca. Sólo por esa música mereció la pena la vida (y la muerte) de Don Juan.
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