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Que cien naciones florezcan

La primera fecha crucial en la historia del nacionalismo catalán -escribe Joan Lluis Marfany en su magnífico libro La cultura del calalanisme- es la del 21 de octubre de 1886. ¿Qué habrá ocurrido ese día, se preguntará el asombrado lector que no tiene registrada esa fecha como memorable en los anales de ninguna nación? Pues nada menos que la fundación del Centre Escolar Catalaniste como una sociedad filial del Centre Catalá. A partir de este acontecimiento germinal, el catalanismo comenzó su transformación en nacionalismo, proceso que Marfany da por consumado entre 1898 y 1901.Esta reconfortante noticia despeja de brumas medievales el nacimiento de la nación catalana y lo trae a una realidad más inmediata y más prosaica también, pues lejos de consistir en un hecho de armas es sobre todo un hecho de cultura. No fueron nobles guerreros ni héroes populares sino músicos, poetas, literatos, socios de centros excursionistas, de orfeones, de sociedades. recreativas los que se encargaron de extender la ideología nacional. Sin duda, esta nueva clase social que inventa la nación navegará, mecida en la poesía y el canto, río arriba en busca del héroe y del guerrero que legitimen su extraordinaria creación. Pero, despojado de lirismo y de mística, el nacionalismo aparece como producto de una clase media con la voluntad de ser nación y los medios institucionales para propagar la buena nueva de su nacimiento.

Aragoneses y canarios han tardado un siglo en seguir los pasos de catalanes y vascos, pero al fin se han decidido a emprender el camino hacia la cumbre: pronto serán nación. Seguirán otros, -valencianos, andaluces, tal vez castellanos, por qué no astures y leoneses- pues en los veinte últimos años hemos asistido al singular experimento de la consolidación de élites políticas regionales, extraídas de la clase media y dotadas de bases institucionales y culturales para el ejercicio autónomo del poder. Son élites impregnadas de un fuerte espíritu regionalista, que se han dedicado a recuperar las señas de una presunta identidad perdida, a revivir lenguas olvidadas, a fomentar fiestas locales caídas en desuso, a celebrar a artistas regionales, a editar montones de libros de temática municipal, a promover espectáculos populares, a inventar tradiciones, a organizar peregrinaciones a la ermita de la patrona del lugar.

Han creado así región y en región se habrían quedado si no hubieran sentido, como los catalanistas del último tercio del siglo pasado, una superior incitación a transformar su regionalismo en nacionalismo. Lo único que las distingue de aquellos pioneros es que estas nuevas élites no afirman su voluntad de ser nación frente a un poder central uniformador y centralizador -frente a España, por así decir- sino movidas por el ejemplo del vecino que ha conseguido transformar un hecho de cultura en una ideología política y ha aprendido a sacar de esa transmutación jugosos dividendos. Nacionalistas catalanes y vascos han insistido tan sin desmayo en sus respectivos hechos diferenciales como argumento para recitar en todos sus tiempos los verbos pedir y exigir que los demás han puesto también manos a la obra en la excitante tarea de hacer historia alumbrando una nueva nación.

La creación de instituciones de autogobierno, en un sistema de competencia desleal y sin reglas de juego aceptadas por todos, debía conducir necesariamente a la floración de diez, de cien naciones. Transformar un regionalismo en nacionalismo es sólo una cuestión de voluntad, de medios y de oportunidad histórica. Si hace un siglo el catalanismo logró convertirse en nacionalismo ¿por que no habría de conseguirlo ahora el aragonesismo, el valencianismo, el andalucismo? ¿Acaso porque dejaron escapar la ocasión a finales del siglo pasado? Bueno, la verdad es que siendo la nación eterna, un siglo es como un suspiro. Y además, se tarda tan poco tiempo y se obtiene tanto provecho en re-crear una nación...

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