El cine, convertido en milagro
Rompiendo las alas
Dirección y guión: Lars von Trier. Fotografía: Robby Müller. Música: Joachim Holbek. Dinamarca, 1996. Intérpretes: Emily Watson, Stellan Skarsgard, Katrin Kartlidge, Jean-Marc Barr. Madrid: cine Alphaville, en V. O. subtitulada.
Hace más de cuatro décadas que Carl Theodor Dreyer, padre del cine danés y uno de los supremos poetas de la imagen, aceptó, el más grave desafío que le cabe afrontar a un artista: representar, sin escapatorias por el lado fácil de la fantasía, sin salir de la verosimilitud realista, lo extranatural que esconde la naturaleza. Su busca de la pasión en sentido evangélico -el misterio de la libertad creada por el sacrificio y el incapturable movimiento de ida y retorno del espíritu que conduce de la muerte a la resurrección- le llevó a representar, arropado por el asombroso conocimiento de los comportamientos humanos de que era dueño, nada menos que (tal como suena) el milagro, lo que dio lugar a Ordet (La palabra), filme que muchas veces ha ocupado el primer puesto en los cómputos de los mejores de todos los tiempos y que siempre tuvo un lugar entre los indiscutibles y, salvo por algunos intrusos analfabetos, indiscutidos.Se daba por hecho que este milagro cinematográfico sobre el milagro de la materialidad del espíritu y la espiritualidad de la materia era un islote irrepetible y que, por ello, iba a quedar siempre clavado ahí donde pervive a salvo, de la erosión del paso del tiempo, como una cumbre solitaria e inescalable de la imaginación contemporánea. Efectivamente, nadie osó pisar su territorio, que incluso miradas tan irreverentes como la de Luis Buñuel -el otro gran islote del cine inimitable, del estilo inalcanzable- consideraron siempre sagrado, un intocable rapto del principio de realidad (consustancial a la fisicidad del cine) por la intromisión en la mirada del principio de sobrerrealidad o, más exactamente, de sobrenaturalidad (consustancial a algunas raras formas de la imaginación transgresora, comenzando por la lírica mística). Hasta que otro cineasta danés, Lars von Trier, se aventuró hace cinco años en lo explorado por Dreyer y ahora, con tacto y delicadeza de artista total e iluminado, nos da a conocer el botín de su aventura en Rompiendo las olas, otro milagro cinematográfico.
Cine elegante y gozoso
Este -elegante, gozoso, inefable hasta conducir a quienes entran en él a los bordes de la levitación imaginativa- monumento contemporáneo a un sagrado rincón del cine clásico lejos de ser una película miniética, o deudora del clasicismo que remueve, es una averiguación de audacia formal sin precedentes y de capacidad innovadora tan vigorosa que nos obliga a situarlo entre las aportaciones más decisivas del cine actual a una existencia diferenciada del cine futuro. Conviene, para percibir la magnitud de este salto, no dejar pasar por alto y reparar, con un poco de detenimiento, en la manera que Trier tiene de emplear el recurso -el más difícil de manejar de cuantos ofrece al director el arsenal expresivo del lenguaje cinematográfico- del plano secuencial, esas tomas de larga e incluso larguísima duración que, sin ruptura interior, abren y cierran una unidad de tiempo narrativo y unen e identifican articulaciones de lenguaje tan dispares como escena y secuencia.
Trier domestica la resistencia a dejarse ver de estas duras (por exigentes con el espectador) tomas en continuidad; 0, ingenia ágilmente brillantísimos movimientos panorámicos de la cámara (en busca de la anchura libre del fuera de campo) y movimientos en zambullida de la lente dentro del encuadre (en busca de hondura en la profundidad de campo), imprimiendo a estas tomas una cadencia o ritmo interno de soltura y exactitud perfectas, pues se contemplan con la misma facilidad que el más veloz y preciso montaje encadenado de tomas parciales, que es lo convenido en el consumo de películas. Muchas de estas tomas, con toda su complejidad, son efectuadas cámara en mano, de manera que introducen en un filme que trata de lo que trasciende nuestro conocimiento una vivísima sensación de inmediatez, llegando a dar vibración de reportaje a una composición lírica tan sutil que no hay manera de narrar, una historia de amor de tanta intensidad emocional que sólo el recurso al milagro puede darle salida a su desenlace.
Y volamos en el vuelo de este asombroso reportaje sobre algo que atisbamos más allá de la frontera de lo verificable, sobre la pasión (en sentido bíblico: sacrificio) de santidad, que conforma una de las más bellas películas de amor que recordamos y en la que el extraño y hermoso rostro (dotado a su vez del milagro natural de la transfiguración) de la actriz británica Emily Watson se hace emblema de la resistencia de las pantallas a dejarse envilecer del todo por la encerrona del circo audiovisual en boga. Trier nos devuelve la expresión humana pura, ese efecto natural que pone en el lugar que le corresponde (rápido consumo, rapidísimo negocio y todavía más rápido olvido) a la peste del efecto especial. Y a golpe de piel humana y de conocimiento del misterio humano, con un buen gusto que roza la exquisitez, contribuye a dar carta de nobleza al cine de ahora, muy necesitado de ella.
Babelia
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