Afile el lápiz, señor Rato
La batalla de la unión monetaria europea se juega ahora mismo en dos tableros. El inmediato es la convergencia económica, el cumplimiento de los criterios de Maastricht para entrar en el euro, y en consecuencia los presupuestos para 1997, que deben lucir virtudes de rigor. Pero lo inmediato no debe ofuscar el medio plazo, la otra gran batalla, la de permanecer sin traumas en la moneda única una vez se haya entrado, si es que se llega a entrar.Son dos tableros, pero sus resultados se entrecruzan. Son de hecho dos partidas simultáneas, porque sólo acabarán entrando quienes acrediten fa certeza o al menos la verosimilitud de que después serán capaces de permanecer, esto es, de mantener el rigor presupuestario suficiente, en déficit y en deuda. Y hay que jugarlas simultáneamente. También España.
Ése es el significado último del Pacto de Estabilidad para los países que accedan al euro que, bajo inspiración alemana y en medio de gran tensión contra el designio último de rigidez procedente de Francfort, acaba de diseñar la Comisión Europea.
El Pacto de Estabilidad constituye una auténtica novación del Tratado de Maastricht. No en el sentido jurídico, seguramente, porque los juristas han cuidado de acogerse a sus paredes maestras, en interpretaciones quizá forzadas, pero siempre impecablemente referidas al texto del articulado. El Tratado de la Unión permite, en efecto, imponer sanciones (depósitos sin interés o multas) a los países deficitarios que persistan en su pecado pese a la reconvención del Consejo (artículo 104C-I l).
Pero se trata de una novación en el sentido político práctico, de política económica. Hasta hoy, nadie ha pensado en sancionar a los incumplidores. Porque no está en el orden del día y por la inconcreción de la voluntad sancionadora. Con una excepción: los beneficiarios del Fondo de Cohesión, para quienes funciona automáticamente en el espíritu de los Quince la condicionalidad plasmada en su reglamento. España sufre un episodio derivado de ese principio y surgido por el levantamiento del llamado agujero de 1995.
El asunto es que el Pacto de Estabilidad nova, innova, extiende, profundiza o detalla el Tratado de Maastricht para la etapa posterior al inicio de la unión monetaria al concretar las cifras de las posibles sanciones y al evidenciar de forma más contundente que éstas se aplicarán urbi et orbi y no se limitarán a los países beneficiarios de la cohesión. Se trata de una garantía de solidez para la moneda única. Una garantía exigida por Alemania, que no quiere trocar un marco de oro por un euro de hojalata. Razonamiento lógico no sólo para el ahorrador alemán, sino para todos cuantos ven- en la nueva moneda un escudo de estabilidad y una sólida referencia internacional.
Pero se trata también de una vuelta de tuerca en nada negligible, especialmente porque el legislador no ha olvidado el endeudamiento como eventual objeto de castigo, junto al déficit. En román paladino, el exceso de déficit y deuda quedará -en cuanto se apruebe el reglamento- mas reglado, comportando sanciones más definidas y graves (hasta el 0,5% del PIB en un año, acumulables a otro tanto si sigue el desbalance); dentro de un procedimiento más acotado (con varias intervenciones admonitorias de la Comisión y el Ecofin); más breve (diez meses); y con obligaciones más constrictivas (presentación de planes de estabilidad, corrección de los desvíos) para los Estados miembros.
Tan estricto pacto sólo ofrece una salida posible: la eximente por "circunstancias temporales y excepcionales", que la Comisión se ha negado a cuantificar, en rebeldía contra el Bundesbank, y que permite, por tanto, una lectura flexible dentro del enfoque de rigor, caso por caso. Eso constituye también una cierta enmienda a la rigidez de los criterios de Maastricht. Aunque éstos no excluyen las aproximaciones tendenciales (como en el caso de la deuda irlandesa), las excepcionalidades y el carácter finalmente político de la criba de monedas consideradas aptas para el acceso al euro están numéricamente codificados en uno de sus protocolos mediante topes de referencia difícilmente soslayables, al menos todos ellos a la vez.
No es seguro, sin embargo, que ese ojo de buey -de escape -quizá Francfort lo considera un coladero- no quede aún más achicado a su paso por el cedazo del Consejo de Ministros. Concretar una cifra para la eximente o acentuar el enfoque riguroso para que sea tomada en cuenta constituiría la última vuelta de tuerca.
Endurecible o no, el Pacto de Estabilidad constituirá, incluso en su actual formulación suave, un severo cinturón de castidad para las viciosas políticas expansivas. Con mayor impacto en los países necesitados de una mayor inversión pública -gestionada o no por agentes privados- en infrastructuras de toda laya. ¿Puede sortearse el obstáculo? Antiguos profetas de la unión monetaria, como Miguel Boyer, se han convertido a la nostalgia de una soberanía monetaria que permitirla cierto margen de maniobra mediante el manejo del tipo de cambio.Independientemente de que más de un académico considera que el instrumento de la devaluación está sometido a la ley de rendimientos decrecientes (puede ser útil con carácter excepcional, no por sí solo, y exhibe menor eficacia en cada utilización), la nostalgia de la soberanía monetaria conducirá inevitablemente a la melancolía por la vía de la práctica. Y es que el Pacto de Estabilidad irá acompañado de un SME bis que, vinculando a incluidos y excluidos del euro, limitará extraordinariamente la capacidad de manejo del tipo de cambio. La solidaridad -léase intervención- del Banco Central Europeo sólo operará a condición de serios compromisos presupuestarios y en el propio seno del SME.
Por activa o por pasiva, los países que no constituyen la locomotora de la Unión Europea, como España, se verán obligados a jugar en los tableros disponibles. Salvada la tentación autárquica, únicamente pueden pretender influir en las reglas de juego. Es decir, tratar de conservar, como plataforma mínima, el grado de flexibilidad del Pacto de Estabilidad en su diseño-versión Bruselas.
Pero quizá puedan aspirar a algo más. Ya cuando se negoció Maastricht quedó claro que el impacto de la convergencia pregonada sería asimétrico según los distintos países, pues el rigor presupuestario perjudica más a los paises más necesitados de inversión en infraestructuras públicas. Por eso, poco después, en la cumbre de Edimburgo de, 1992, se dotó el Fondo de Cohesión para los países con renta inferior al 90% de la media comunitaria. No era una limosna, como irresponsablemente dijo entonces la oposición, sino la contrapartida de un mayor esfuerzo: la posibilidad de atribuir fondos de Bruselas a las políticas nacionales de transporte y medio ambiente de los países del Sur, eventualmente cercenad as por la política de convergencia.
Contra lo que algunos desprecian, ese fondo está garantizando una parte no menor de la inversión pública española: 1,3 billones de pesetas en el periodo 1993-1999, esto es, el 21% del resto de fondos estructurales, que totalizan seis billones para España entre 1994 y 1999. Y .con la ventaja de que la tasa de financiación comunitaria es más elevada, del orden del 801/0 al 85%. Es cierto que España debe anhelar dejar algún día de ser beneficiaria de ese flujo, que conlleva algunos costes políticos (el rabillo de la sonrisa de algunos más desarrollados), pero sería suicida renunciar a él mientras no se alcance al menos un nivel de protección medioambiental equívalente al, pongamos, 70% de, pongamos, Dinamarca. Pues bien, si, aunque algunos lo olviden, Maastricht no llegó a España a palo seco, sino con ese pan bajo el brazo, y si el Pacto de Estabilidad es algo más que la aplicación de Maastricht una vuelta de tuerca, una novación en la senda del rigor, ¿acaso no tendrían argumentos los todavía -por-desgracia países-del-Sur para plantear una contrapartida similar? El nuevo Pacto debe aprobarse por unanimidad. Es una baza. El clima general no propicia su uso: está la lógica presión de la indispensable- ampliación al Este; está el agotamiento de los países contribuyentes netos, también sometidos a los imperativos de la convergencia; está el actual litigio sobre el llamado agujero de 1995) y la consiguiente amenaza de suspensión del Fondo. Pero nada conceptual impide el empleo del argumento. Por lo menos para garantizar lo mínimo, un compromiso de mantenimiento de la política de cohesión para después de 1999. Por lo más, a efectos de obtener otras contrapartidas. Afile el lápiz, señor Rato.
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