Un país de exiliados
Cinco millones de afganos huyeron primero de las tropas soviéticas y luego de la guerra entre los islamistas
Lo peor que les puede pasar a los refugiados afganos de los campos de Jalalabad es que los periodistas pasen de largo por la carretera diciendo que "esa gente ya no son noticia". Es como si confirmaran su condena a pudrirse en el desierto.Afganistán es un país de exiliados. Más de cinco millones se refugiaron en Pakistán e Irán durante la guerra antisoviética. La mitad había regresado en 1992. Luego estalló la guerra civil entre las facciones islamistas que acababan de conquistar el poder y la población volvió a salir a la carretera, dejando atrás los hogares destruidos, la muerte de los suyos y el trabajo perdido para siempre. Muchos de ellos se marcharon de nuevo a Pakistán. Los ricos se refugiaron en Europa o América. Los pobres, en cambio, se quedaron tirados en medio de un desierto pedregoso al este de Jalalabad, exiliados dentro de su propio país.
En los alrededores de la ciudad subsisten todavía cinco campos de refugiados, que en los últimos tres años se transformaron en poblados permanentes, con sus casas de caña, piedra y barro mezclados, con tiendas de campaña hechas jirones. Sus 130.000 habitantes, según cifras de la ONU, esperan y esperan a que la guerra acabe. Entonces, sólo entonces, regresarán a sus barrios y pueblos para reconstruir sus casas y empezar una nueva vida fuera de esta caldera polvorienta que en invierno se congela.
Los refugiados de los campos dirigidos por las Naciones Unidas o la Cruz Roja viven con el leve desahogo de saber que alguien cuida de ellos, dándoles medicinas y comida. Los desgraciados del campo, de Hesar Shabi, en mitad del desierto 30 kilómetros al este de Jalálabad, están solos, hambrientos y sin una pastilla con que aliviar el dolor a los enfermos. La desgracia suya es haber tenido de tutor a Arabia Saudí -mentor de los talibanes- a través de la Organización Internacional de Ayuda Islámica. Los saudíes empezaron hace tres meses a abandonar el campo, donde sobreviven 650 familias cargadas de hijos, y hace más de un mes que repartieron la última ración de alimentos.
La explicación del abandono es clara: los saudíes, patronos del movimiento talibán, consideran que con el triunfo de los milicianos integristas en Kabul se ha recuperado la situación de normalidad para que los refugiados regresen a sus orígenes. "Pero ¿adónde, si no tenemos casa, ni trabajo, ni un poco de dinero para coger el autobús?", clama Jan Mohamed, un hombre de 55 años con ocho hijos y mujer, antiguo comerciante de artesanías de metal en Kabul que, como el resto de las familias, vive en este hoyo desde 1994, cuando comenzó en la capital la guerra entre las tropas del presidente Burhanudin Rabani y las del primer ministro Gulbudin Hekmatyar. "Tenemos tanto miedo a la guerra que preferimos morir de hambre aquí".
Otro hombre arrugado enseña unos terrones desmenuzados. "Aquí estaba la tienda de mi hermano Jan. Hace cinco meses cayó un rayo sobre ella y lo mató. Su mujer y sus tres hiJos viven ahora conmigo. ¿Ve esas ruinas? Pues eso es lo que queda de mi casa de Kábul". Las densas familias duermen apiñadas bajo lonas incapaces de resistir, después de tres años de uso, el frío, la lluvia y el sol torrencial. En la cocina de Glam Sarwen, un hombre de 60 años con siete hijos, sólo quedan 11 cebollas, un puñado de té y una fina capa de harina en el fondo de un bidón que su mujer va raspando cada día con horror. Él, un inválido atenazado por fuertes dolores en la columna vertebral, enseña una tremenda cicatriz que le parte el vientre en dos, recuerdo de dos balas de ametralladora. "Para mí ya no hay trabajo".
Marie, de 38 años, era hace dos una mujer afortunada: "Mi marido era oficial del Ejército, teníamos un buen sueldo, una casa moderna, un buen coche. Mataron al marido y su hogar de Kabul se transformó en este agujero, donde vive sóla con sus cuatro hijos. El mayor, de 20 años, traumatizado por las bombas perdió la razón y el habla. La anemia aguda le ha inmovilizado las piernas, la fiebre le hace gemir como un bebé, pero la madre no tiene para darle ni una mísera aspirina.
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