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Vainas

Desde que se mudó a aquel apartamento, minúsculo pero confortable, en uno de los nuevos barrios de la capital, tuvo que cambiar sus pautas de comportamiento. Le costó bastante habituarse a vivir entre desconocidos, a escuchar cómo sus vecinos apresuraban subrepticiamente el paso cuando franqueaban delante de él la puerta del edificio para no verse obligados a compartir el ascensor, se acostumbró a intercambiar gruñidos por saludos cuando era inevitable cruzarse en el rellano. En sus viviendas anteriores ni siquiera había ascensor, había vivido hasta los 18 años en un decrépito edificio del centro de la ciudad donde todos se conocían y se trataban con familiaridad, donde los vecinos dejaban las puertas abiertas y se pedían pequeñs favores de continuo, donde se compartían alegrías y desgracias y todos eran invitados implícitamente a bodas, bautizos, entierros o funerales. Cuando se independizó, las cosas no cambiaron mucho. Pese a ser. el último en llegar, el inquilino de la buhardilla más cutre, pese a su descuidada indumentaria, su coleta y su barba, los vecinos de aquel castizo patio de vecindad, tras unos breves e indisimulados tanteos, cuando se cercioraron de que no era ni manguis, ni yonqui, ni amigo de montar orgías nocturnas, le recibieron en su círculo vecinal como si llevara allí toda la vida.Cuando aterrizó en el nuevo apartamento, forzado por el estado de ruina de su antigua vivienda, no tardó en tropezar con un muro de frialdad, casi de hostilidad, que comenzaba en la portería y terminaba en el ático. Sus amables salutaciones, sus conatos de entablar espontánea conversación con los consabidos tópicos, incluso sus intentos de ayudar con las bolsas de la compra a las vecinas agobiadas, se estrellaban siempre contra una muralla de indiferencia y silencio.

A los seis meses creía haberse habituado a vivir en un compartimento estanco, a ignorar sistemáticamente a las huidizas figuras que se cruzaban con él. Su gruñido de salutación era ya el estándar de la casa, un ahorrativo "... días" o "... tardes", mera constatación horaria sin ad Jetivar, sin molestarse en desear nada bueno al intruso. Pero incluso este mínimo residuo de buenos modales esta ba empezando a degradarse últimamente. A no ser que él se estuviera volviendo paranoico o que, sin saberlo, hubiera cometido algún pecado contra la comunidad, un pecado horrible que le habría convertido definitivamente en una especie de leproso. El portero ya ni se molestaba en res ponder a su lacónico "... ta luego". Hasta el afable jubilado del ático, que al menos no se comía las letras y acompaña ba su "buenos días" con una sonrisa, le había retirado el saludo y volvía el rostro hacia otro lado cuando se encontraban. Incluso su vecino de arriba con el que había traba do relación a causa de unas goteras que aparecieron en el techo de su apartamento, un tipo que había visitado su piso para ver los desperfectos y aceptado Í su café, un tipo que era lo más parecido a un amigo que tenía en el edificio, participaba del autismo general y le ignoraba.Un escalofrío de terror se paseó por su espina dorsal el día que coincidieron forzosamente en el ascensor. Ni un gruñido, ni un cabeceo, sólo una mirada vacía- que pasaba a través de su cuerpo. Entonces comprendió; una terrible revelación iluminó su cerebro. No era él, no era su amigo, no era su vecino el de las goteras y el café. Ni el portero era el portero de antes, ni el jubilado era el mismo jubilado, ni siquiera el bebé de la señora del cuarto era tal bebé. Todo era como en una película de ciencia-ficción, una vieja película que había visto en la televisión en la que unos malvados extraterrestres duplicaban a los terrícolas que caían en sus garras, se llamaba La invasión de los ladrones de cuerpos y aparecían unas vainas, una especie de capullos alienígenas en los que poco a poco se iban formando los dobles humanos, exactos en lo físico y en lo mental, pero completamente desprovistos de sentimientos. Allí estaba la explicación, los vainas estaban invadiendo el planeta y habían comenzado por Madrid. Pero lo peor es que quizá fuera ya demasiado tarde para detenerlos,. porque estaba seguro, el alcalde era un vaina, el presidente de la Comunidad, otro vaina y hasta en las filas de la oposición los vainas iban tomando posiciones, los capullos florecían en todas partes.

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