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Sangre, sudor y lágrimas

Joaquín Estefanía

A principios de los años ochenta, nada más llegado el PSOE al poder, el entonces todopoderoso ministro de Economía y Hacienda, Miguel Boyer, anunció a los ciudadanos que habría necesidad de un ajuste económico durante toda la década; ello truncaba las tesis de los expansionistas que, en aquel momento, entendían que tras una primera legislatura socialista de estabilización habría otras más nítidamente redistributivas y no sólo de modernización del aparato productivo.Más de diez años después, y en pleno proceso de austeridad dentro de la carrera por llegar a tiempo a la cita de la convergencia, el gobernador del Banco de España, Luis Angel Rojo ha declarado que los sacrificios continuarán después: "El presupuesto de 1997", dijo en el Congreso de los Diputados, "es una pieza de una sucesión de piezas presupuestarias que tienen que implicar más eficacia en, la gestión pública y una serie de reformas", en el contexto de la necesidad de perseverar en el ajuste, más allá de la entrada en la UEM.

Es decir, que la política económica oficial de sangre, sudor y lágrimas habrá durado, más allá de otros intentos anteriores con la UCD, un cuarto de siglo. Tiempo más que suficiente para que el instrumento (el ajuste) devenga casi en un fin en sí mismo. Ello plantea un debate que comienza a abrirse con mucha timidez en la sociedad española; aparte del camino -el Tratado de Maastricht- para llegar a la UEM, ¿qué sociedad estamos construyendo para el siglo XXI? ¿Cómo será la Europa unida del futuro? ¿De qué flexibilidad se dispondrá para hacer progresar el bienestar de los ciudadanos? ¿Es compatible esa Europa unida y polivalente con los estadios obtenidos en el pasado de welfare y que constituyen una seña de identidad europea? Es decir, discutamos no sólo los medios, sino también el objetivo, y ahí incluyamos no sólo los aspectos económicos, sino también los Políticos. Sólo facilitando una polémica así evitaremos que el oscurantismo sirva como método a las fuerzas antieuropeistas.

Es en este sentido en, el que cobra toda su importancia la división que se ha producido estos días en el seno de la Unión Europea sobre el alcance y la elasticidad de un pacto de estabilidad que sirva de terreno de juego para los países que, de una vez o por goteo, se vayan adhiriendo a la UEM a partir del 1 de enero de 1999. Es lógico que si la tendencia de los últimos años ha sido la de converger, no pueda producirse fácilmente un movimiento centrífugo de sentido contrario; también resulta razonable que quien más interesado esté en que las normas no cambien sea el más poderoso, en este caso Alemania, que renuncia en el proceso de unidad europeo a su principal activo: el marco, con los problemas derivados de esta cesión en su opinión pública.

El problema surge con los países más alejados de la convergencia real, como el nuestro, mayormente sensibles a los problemas de la coyuntura y necesitados de hacer un esfuerzo superior en materia de inversión pública. Es imprescindible permanecer en la UEM, pero también tener instrumentos para reaccionar (mayor déficit público o porcentaje de deuda) a las ondas bajas del ciclo. No puede ser lo mismo Alemania que España. No son equiparables idénticos niveles de desequilibrio en las cuentas públicas de países perfectamente desarrollados que en aquellos otros que necesitan endeudarse para conseguir parecidos niveles de infraestructuras que los primeros.

No parece oportuno recuperar el viejo concepto de colonialismo económico ni de soberanía, pero la opinión de los políticos libremente elegidos no debe ser suplantada por la dictadura del Bundesbank, siempre en términos de rigidez.

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