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El dedo

Parecía un padrastro, una verruga, en él segundo dedo de la mano diestra, llamado índice durante el antiguo régimen. Se pierden las viejas denominaciones, para recurrir al lenguaje inmobiliario: mano derecha, izquierda; dedos primero, segundo, hasta el quinto. Las generaciones del siglo que viene ignorarán que el más gordo se llamó pulgar, justamente por eso. El anular tiene referencias políticas, deportivas, pues suelen ser los futbolistas, una mayoría de diputados y algún torero quienes lucen el anillo delator, vecino al corazón, o de en medio. Para hurgar en el oído ya no decimos meñique o auricular, que ahora es lo que se lleva a la oreja para escuchar a nuestro prójimo, vía satélite.Cuando adolescente me ufanaba de las manos, en secreto desde que comprobé que era el único en hallarlas distinguidas. Hoy, la artrosis desvaría sus falanges y aquella excrecencia me avergonzaba estéticamente y dolía, al tropezar con superficies duras. ¡Al cirujano!, que parece el último recurso y, a veces, ni siquiera. De refilón, una alabanza a la Seguridad Social madrileña: funciona, y me quedo corto. Con la cautela que preside los actos quirúrgicos, el doctor murmuró, mientras extirpaba el pequeño quiste ganglionar: "Poca cosa, aunque es posible que se le reproduzca". ¡Cuánto contenido profético en aquellas palabras! Se reprodujo, una vez caídos los puntos de sutura y cicatrizada la zona, impávido bajo el bisturí de acero, el eléctrico y el rayo láser.

"Vaya al traumatólogo", decidió el operador, desalentado. "El asunto ha amargado mis vacaciones y no se me ocurre otra cosa. Llévele esta nota explicativa". Es imposible poner el índice de la mano derecha en manos ajenas, cuatro veces consecutivas sin que surja un poderoso vínculo cordial. Consolé como pude al galeno, sugiriendo que quizá fuese pertinente rebanar, a nivel del nudillo. "Así no le daré más la lata y exigiré de la manicura un 10% de descuento", comenté con frívola petulancia.

El nuevo especialista observa, con disimulada aversión, la rebelde protuberancia y dispone una gammagrafía, análisis de sangre y radiografías de la extremidad. Citado en plazo razonable me traslado al centro médico, sito en una tranquila y señorial calle del distrito de Chamberí, próxima a la Castellana.

La gammagrafía explora el interior del cuerpo, por el haz y por el envés, y se materializa en una placa blanca donde, a escala reducida, figura el esqueleto, con el que no conseguí encontrarme parecido alguno. Tumban al sujeto sobre una camilla, descalzo, desprovisto del reloj, el cinturón y las monedas, y pasa, con extrema lentitud, el silencioso robot que escudriña desde las uñas de los pies hasta la coronilla, en dos tandas de unos 20 minutos que la quietud y la incómoda postura hacen prolongados. Di en pensar que los instrumentos habían sido mudados, con sigilo, de las vecinas lóbregas criptas. Planeé, cuando fuese remitido a la sala de espera, comunicar, con discreción, a los ciudadanos expectantes que si esperaban una gammagrafía, el consejo era la confesión completa, sin tardanza, entregando los planos, los papeles, las tramas, las cuentas en Suiza lo que fuese menester, cierto o inventado. Me faltó coraje.

El informe mencionaba, de refilón, el asunto original: "No se objetivan captaciones significativas, a nivel del segundo dedo de la mano derecha", tranquilizador resumen que, sin embargo, ensombrecía las referencias al "predominio de captación interfalángica del primer dedo de la mano izquierda", por cuya sanidad habría apostado fuerte. Perdí la inocencia en cuanto al buen estado de la región sacroiliaca diestra y el isquion del mismo lado, así como quedó de manifiesto la práctica devaluación de la quinta vértebra lumbar y otras aflicciones, hasta entonces anónimas. La modesta verruguita desencadenó las más amenazadoras conjeturas, tan trivialmente ignoradas. Comprendí la confusión del personaje kafkiano. También mi proceso era degenerativo, desde un punto de partida mínimo: un dedo, poco más que un lunar en el tercio superior del índice. Ahora no sé si volver a la bebida, esperar serena y estoicamente el final, o sumergirme en el espeso y desconocido mundo de Internet, sin dejar señas.

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