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Para usar y tirar

El mismo fin de semana en que el PP cerraba sus congresos regionales en un clima de unanimidad autosatisfecha comparable al eufórico monolitismo socialista de hace catorce años, confirmando así que el disfrute del poder cohesiona a los partidos políticos más eficazmente que cualquier reglamento, la baja provocada de Luis Ramallo como diputado por Badajoz se agrega a la previa caída en desgracia de Vidal-Quadras como presidente del partido en Cataluna para advertir a los militantes populares sobre el triste destino que aguarda a quienes traten de salirse de los carriles disciplinarios trazados por sus dirigentes.A raíz de las denuncias de corrupción lanzadas contra el pasado empresarial de Eduardo Serra, el diputado extremeño mencionó la eventualidad de que el ministro de Defensa presentase su dimisión o fuese cesado. Cuando Rapmallo -preocupado seguramente por las consecuencias de su audacia- puso el escaño a disposición del presidente del Gobierno, los apologistas de Aznar quedaron extasiados ante su muda sonrisilla de respuesta, atribuyéndole, mensajes cómplices de comprensión y liberalidad; la devoción cegó sin duda a estos falsos expertos en comunicación no verbal, ya que el presidente Aznar le tomó la palabra al dimisionario y acabó con su ininterrumpida actividad parlamentaria durante las siete legislaturas democráticas.

La causa del desviacionismo de Ramallo, como antes de Vidal-Quadras, fue proseguir su camino en línea recta sin advertir que el Gobierno popular estaba variando de rumbo. El diputado extremeño no había sido una voz anónima del coro parlamentario del PP encargado de girar la llave en cada votación, sino un actor de carácter a quien el director de escena solía confiar papeles de especial lucimiento. Fugado -a la AP de Fraga en diciembre de 1981, después de ser elegido senador por UCD durante las dos primeras legislaturas, Ramallo participó de manera destacada a partir de 1983 en casi todas las broncas de los populares contra los socialistas en el Congreso; el tono agresivo y faltón de su oratoria parlamentaria contribuyó de manera significativa a construir la combativa imagen electoral del PP. La metáfora bélica de su melancólica despedida ("no importa que los que desembarcaron en Normandía no desfilen en París") apenas oculta la amargura y el desengaño de ese forzado adiós: como aquel vetereno requeté de Tolosa desconcertado ante el socialismo autogestionarío del pretendiente Carlos Hugo, el diputado extremeño del PP ya no debe de saber si realmente es uno de los suyos.

No tendría demasiado sentido considerar la baja de Ramallo como una desgracia irreparable para las Cortes Generales: su comportamiento pintoresco, colorista y demagógico se aleja demasiado del modelo de diputado reflexivo, informado y prudente que otorga respetabilidad y eficacia a un Parlamento. El episodio ilustra, sin embargo, la implacabilidad de los dirigentes de los partidos a la hora de usar y tirar, como si fueran kleenex, a los enardecidos militantes que se presentan voluntarios para las misiones peligrosas; los comentaristas que aplaudieron, jalearon y rieron las gracias al diputado extremeño se limitan ahora a verter una lagrimita sobre su cadáver.

Pero Ramallo no abandona su acta del Congreso para marcharse a su casa, sino para ocupar la vicepresidencia de la Comisión Nacional del Mercado de Valores y un puesto en el Consejo del Banco de España: Aznar utiliza sus competencias como- presidente del Gobierno para solucionar -a costa de los presupuestos y también de la autonomía de la autoridad monetaria- los problemas que le ha creado como presidente del PP una oveja descarriada. La patrimonialización de las instituciones públicas por los vencedores en unas elecciones es la gangrena del Estado de partidos: el nombramiento de Ramallo constituye un nuevo paso en el peligroso camino iniciado meses atrás por el PP con su asalto a las presidencias de las empresas públicas.

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