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Latines y anacronismos

El nuevo curso académico trae algunas novedades. La primordial es la implantación casi generalizada de la enseñanza secundaria obligatoria (ESO), una implantación anticipada pero que se lleva a cabo en virtud de los designios de la anterior Administración, obstinada, con fe de carbonero más que de otra cosa, en ejecutar una reforma válida en sus propósitos, discutible en sus modos y contenidos y huérfana de los necesarios medios económicos.Propósitos válidos: lo son la extensión de la instrucción a todos los ciudadanos hasta los 16 años y la consecución de una formación profesional de calidad. Modos y contenidos discutibles: mientras no se demuestre lo contrario, y no se va a demostrar, aprender es una tarea dificultosa, que exige rigor, esfuerzo y dedicación; pero la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE) se inspira en principios neorrousseaunianos que priman el juego (lo lúdico, como se dice con inefable pedantería), la formación, la educación humana (¿qué quiere decir esto?) sobre la instrucción, sobre el aprendizaje de las disciplinas científicas y humanísticas. Medios económicos: han faltado desde el principio, pese a los esfuerzos del Gobierno socialista (que, sin embargo, ay, en virtud del famoso voto centrista y de la paz social, dio a la enseñanza privada más dinero que la dictadura); y ahora todo parece presagiar, dados los continuos llamamientos al ayuno y abstinencia de la nueva Administración, que habrá mayores restricciones económicas. Mutatis mutandis, se está repitiendo el cuento de la Ley General de Educación de 1970, aun cuando los ciudadanos tienen derecho a pensar que, en una democracia, la educación, como la Seguridad Social, debieran ser piezas claves del sistema. Y esto ha ocurrido con una Administración como la socialista, que consideraba la educación como un servicio público; ya veremos qué pasa ahora con el liberalismo triunfante, que la considera una actividad privada de utilidad pública.

La fe del carbonero de los socialistas y el cambio de Gobierno hacen que el nuevo curso comience entre improvisaciones, obras no terminadas, instalaciones provisionales, pueblos que se niegan a que sus escolares se trasladen a otro lugar durante el día y ese difuso rumor de desorden burocrático que parece consustancial a nuestra Administración, sin que los hábitos racionales y planificadores de algún vecino nuestro y ahora socio en la Unión Europea, como Francia, tengan, al parecer, cabida entre nosotros. Mientras tanto, las universidades acogen estudiantes cada vez peor preparados y seleccionados -es un decir- a través de unas tan rituales como fantasmagóricas pruebas de selectividad, y por doquier se erigen aularios (el término no figura en la última edición del diccionario académico), esto es, edificios destinados a albergar estudiantes y más estudiantes en profusión ilimitada, sin que nadie -nadie de entre quienes tienen o han tenido responsabilidades políticas- parezca plantearse en serio si es decente y rentable lanzar titulados superiores a un mercado incapaz de absorberlos. Pero ya dijo hace años un rector socialista y populista que teníamos "una Universidad apañadita". De apaño, desde luego, sí lo es. Naturalmente, los más perjudicados por toda la situación son, los que tienen menos.

Este año hay una gran novedad, que los nuevos bárbaros habrán acogido con alivio, ya que no con gozo, porque, como están acostumbrados a ganar siempre, no cultivan las expresiones exultantes. Me refiero a la desaparición del latín de la enseñanza secundaria en tanto que asignatura obligatoria. Los bárbaros culturizados -esto es, en posesión de unos rudimentos de cultura- pueden invocar, ya lo han hecho, a Unamuno, que señalaba la inconveniencia de tales estudios en la instrucción general; los menos culturizados pueden invocar a aquel ministro que fue prez y sonrisa de la dictadura, cuando voceó su memorable grito -pues en verdad ha sido recordado y bien tenido en cuenta- de "más gimnasia y menos latín". Los socialistas le hicieron todo el caso del mundo al ministro sonrisa y hoy podemos celebrar felizmente la erradicación de la lengua de Roma del sistema educativo. Pero invocar a Unamuno es de una mala fe manifiesta, porque Unamuno pedía también otras cosas, entre ellas que se enseñara a pensar.

Lo más grave de la eliminación del latín es el contexto en el que se produce, esto es, el desmantelamiento de las humanidades y la apoteosis de la tecnocracia -qué pena que ahora no nos podamos meter con los tecnócratas, ¿verdad?- y de otros curiosos especímenes, como esos aguerridos grupos vecinales o gremiales, o lo que sean, que han logrado introducir materias pintorescas en el sistema educativo, como la educación en carretera o la iniciación en la vida adulta (donde se explica, por ejemplo, en qué consiste ligar y las técnicas más convenientes a tales efectos). Enseñar latín es un anacronismo; enseñar qué es el ligue resulta el ápice de la modernidad.

Más deporte y menos latín; a saltar más y a no leer a Julio César y, cuando se pueda, a nadie. Lo malo es que sin Julio César tampoco se están alcanzando, ni se van a alcanzar, mejores resultados. Enamorados de lo lúdico, los neorrousseaunianos no consideraron, o debieron considerar poco, que con tales mimbres difícilmente tendríamos una población laboral técnicamente refinada y capaz de competir con éxito en el mercado europeo. Maastricht no es sólo la moneda única. Eso de las dos velocidades también tiene que ver con la instrucción pública.

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