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Debate británico sobre sus desfasadas medidas para protegerse de la rabia

La denuncia de un diplomático danés pone en cuestión el sistema

Dice un refrán irlandés que hay pocas cosas mejores que ser un perro en Inglaterra. Henrik Sorensen, cónsul de Dinamarca en Londres, acaba de comprobar que el refrán está pidiendo a gritos algunas precisiones. La primera, que el perro debe ser oriundo del Reino Unido y no haber osado poner una pata fuera de su patria. De lo contrario, como cualquier otro animal que llega al país procedente del extranjero, será conducido a una perrera donde pasará la cuarentena obligatoria de seis meses. En el caso de Mister Bogie, el perro de Henrik Sorensen, la cosa duró menos. Dos meses después de ser internado, en junio, en las perreras de St Andrew, en West Sussex, el perro murió de cáncer y fue incinerado apenas el veterinario de turno certificó la muerte. Por toda explicación, Henrik Sorensen recibía días después una macabra bolsa de plástico conteniendo la correa de su fiel perro y un tarro de café con sus cenizas. En su calidad de diplomático, Sorensen ha optado por presentar sus quejas al Foreign Office en una cruda carta en la que explica: "Nuestra familia recordará siempre Inglanterra por su crueldad con los animales". Una frase que ha caído como un mazazo sobre el orgullo nacional británico. En un país que se precia de tener una de las más antiguas sociedades protectoras de animales del mundo, donde crecen como hongos organizaciones de caridad dedicadas a salvar los burros de Marruecos o a apadrinar elefantes de África, la afirmación de Sorensen tenía necesariamente que levantar ampollas. La prensa conservadoras ha atrincherado en la justeza de la legislación anti-rabia, una espantosa enfermedad que no ha llegado nunca a las islas británicas. Las medidas de contención no obstante, se corresponde más con el momento en que se aprobó la legislación, en 1901 que con los años noventa. El sistema británico no sólo es cruel para los animales, obligados permanecer en una fría cárcel en palabras de Henrik Sorenser durante seis meses, sino extremadamente costoso para sus dueños. El coste aproximado de la estancia del animal en uno de estos centros es de 300.000 pesetas y el negocio en términos globales mueve unos 2.000 millones de pesetas al año.

Muralla de intereses

Los intentos, en 1994, de sustituir la legislación por una más moderna, basada en la exigencia de vacunas y una cartilla sanitaria para los animales que entra en el Reino Unido, se estrelló contra una muralla de interese creados pero también de terquedad insular. Pese a que en los últimos 25 años no se ha detectas ningún caso de rabia entre lo animales en cuarentena, -2.500 de los cuales han muerto en tan crudo encierro-, y pese a la fiabilidad de las modernas vacuna para prevenir la rabia, un lobby de veterinarios y dueños de perreras se levanta como una barrera infranqueable.Cuando los "modernizadores" presionan siempre ocurrir algo, un murciélago rabioso, por ejemplo, como el que apareció en junio pasado sobrevuela el país sembrando el pánico.

En el caso de Europa, la enfermedad parece cosa de otra época. La última víctima de rabia se registró en Francia en 192 y los expertos del Instituto Pasteur consideran que ya es hora de que sus vecinos británicos abandonen el internamiento victoria no en favor de la vacuna.

Tony Stevens, miembro de la Asociación de Veterinarios Británicos cree que los cambios legislativos llegarán en unos años y que consistirán, probablemente, en una serie: de test especiales que no supondrán más que dos tres semanas de internamiento en los centros de cuarentena.

Ya será demasiado tarde par Mister Bogie, el cocker spaniel inglés de los Sorensen.

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