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Tribuna
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Donde manda el arco iris

En una ensoñación incestuosa de la escritora japonesa Ayame Nara, otra mujer, sin nombre, se dispone a contarnos, con sobriedad y ligereza, lo esencial de su vida. Esa mujer, que tiene ahora 39 años, retrocede a la edad de cinco para empezar. su confesión, pues fue entonces cuando su padre la llevó de la mano hasta Ponto, barrio alegre por no decir que chino, de la ciudad de Kyoto, para allí visitar a una famosa geisha a la que iba a regalarle una espléndida faja de quimono, bordada con delgados arco iris y, entre ellos, negruzcas mariposas. Los siete colores se entremezclaban como las olas del mar; y el amarillo era, naturalmente, auténtico hilo de oro. Pero, de no se sabe dónde, surgió otro hilo en el momento exacto de desplegar ("leve rumor de sierpe") aquella dádiva preciada. Era un hilo invisible, de todos los colores y de ninguno, que ataba la mirada de la geisha a la de su padre.La niña, en aquel mismo instante, se sintió dolorida y aterrada por haber contemplado lo invisible. Acto seguido, odió el obi de los muchos arco iris, así como a la dama de nuca enharinada y, por supuesto, a su propio padre. A la par, nos dice, se le desató un amor encendido por su único hermano, 12 años mayor que ella.El meollo verdadero de cuanto esa mujer sigue contando, tan escabroso que se vuelve puro, se sitúa en una ceremonia fraternal que, detallada aquí, no vendría a cuento. Sólo deseo revelar el hecho de que un buen día, al final del verano y poco antes del estallido de la guerra, caminaban los dos hermanos por un bosque cuando, de buenas a primeras, rodaron por el suelo: "Vi que estábamos en el centro de una enorme columna de luz. Las plantas habían perdido su color y sobre ellas caía un grueso velo transparente de ámbar... Las cigarras dejaron de cantar. Las gotas de lluvia, que permanecían inestables en las hojas de pino, relucían, como mínimos granos de topacio. La columna de luz se erguía desde uno de los charcos de lluvia". Por fin, cayeron en la cuenta de lo que sucedía y comenzaron a gritar como locos: "¡Estamos en el manantial de un arco iris!".

Llegó la guerra: los países aliados deciden castigar "al gusano amarillo y moribundo". En la mañana del 15 de diciembre de 1944, el hermano murió en combate como kamikaze tokko-tai: "viento divino", feroz sarcasmo cuando se nos aclara que a los aviones no les ponían el combustible necesario para poder regresar. La lujosa tienda familiar de obis se esfumó del mapa. Y esa mujer que nos cuenta su vida ha acabado de barrendera en un edificio de oficinas. Mas no envidia a las estrellas de cine, ni a la señoras adineradas, ni a las geishas: "¿Qué diferencia hay? Todos vivimos y morimos. La única diferencia entre tantas vidas distintas está en si uno llegó a ver o no el manantial del arco iris". "Yo sólo creo en eso", añade y calla.

Me acordé de este cuento la otra noche, en Zafra, mientras" Antonio Vázquez Saavedra, presidente de la Federación de Asociaciones Gitanas Extremeñas, homenajeaba al pintor Javier Fernández de Molina "por demostrar día a día su solidaridad y respeto para con los calós".

Allí estaban también Nicasio Vargas Silva y Antonio Salazar Saavedra, la viuda y el hijo de Camarón de la Isla, la familia de Miguel Vargas, Flores, Diego Saavedra, Francisco Suárez, Manolo y María, José Silva, La Kaíta y Raimundo Amador. "¡Qué demasiao" decía un quinceañero-, "ha ber estado ahí, con Raimundo!". Y el pintor recibía una vara gitana, el Camarón de oro y hasta una cadena de Tío Jerezano con amuletos colgantes. Cena en el restaurante Josefina. Desayuno en Los Rosales, al lado del hotel Ancla. Noches en vela y buena compañía mientras Milagros baila y baila, en la caseta gitana del recinto fe rial. Y regresamos a Madrid -" mucho bichito, mucho bichito"- con el convencimiento de haber estado junto a amigos que ya han visto el manantial del arco iris.

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