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Reportaje:

Exuberancia y pasión

La plaza de La Cebada se hizo a sí misma plaza de mercado a lo largo de los siglos. Aquí venían los campesinos de la provincia a vender el grano de sus cosechas, y a dejarse esquilmar pagando sus diezmos en especie al Rey, a la caballería y a la Iglesia. Con el grano fueron llegando también las frutas y verduras de las huertas de la comarca hasta formarse uno de los mercados principales de la ciudad. Gómez de la Serna explica a golpe de greguería cómo germinó espontáneamente aquel zoco en su Elucidario de Madrid: "Mercado flotante, fue sembrando los huesos de guindas y albaricoques, más los huesos de carnero, de los que suele brotar casi siempre un mercado si se insiste lo bastante con la siembra y se resisten las intemperancias de la policía queriendo esterilizarle".Abundando en esta idea, Ramón, hace surgir del tronco muerto del tajo del carnicero que "parece esperar la cabeza del que ha de ser ajusticiado" el fúnebre y estéril árbol del patíbulo. La plaza de La Cebada sustituyó a la Plaza Mayor como sede de ejecuciones públicas, ignominioso mercado de bastardas emociones y nefandos entusiasmos. En 1823, cuenta Pedro de Répide, introducido en un serón, fue conducido al cadalso de la plaza el general Riego, acompañado por una vociferante multitud que le injuriaba tanto como unos días antes le había aclamado. La autoridad incompetente y tiránica decidió en aquella ocasión que el tablado de la horca fuese más alto de lo habitual para que el criminal escarmiento, presuntamente ejemplarizante, pudiera contemplarse desde lejos.

El amargo Larra destiló la más acibarada de sus prosas sobre aquellas ejecuciones: "Pienso en la sangre inocente que ha manchado esta plazuela y en la que la manchará todavía. ¡Un ser que como el hombre no puede vivir sin matar, tiene la osadía, la incomprensible vanidad de considerarse perfecto!". Con el paso del tiempo el pueblo de Madrid fue perdiendo el gusto por tan repugnante espectáculo. En 1886 en su Guía de Madrid, "manual del madrileño y del forastero", Ángel Fernández de los Ríos anotaba al respecto: "...Y la, opinión se muestra ya tan poco dispuesta a tolerarlas, ni aún extramuros, que la prensa ha pedido se confine al recinto de las cárceles ese terrible espectáculo que ni conmueve ni corrige, mientras llega el momento de que se declare

por completo abolido".

Pero ni la tragedia, ni el oprobio almacenados en su memoria han podido ensombrecer el rostro alegre y popular de la plaza del mercado.

Exúbera plaza, la proclama Ramón, que llama a los puestos cárceles abiertas y subraya la jarana y algarabía de los mercados españoles en comparación con los de otros países donde la clientela se compone de "sigilosas hormigas" que cargan silenciosamente con sus mercancías perfectamente envueltas y clasificadas. El edificio del mercado actual bajo sus sucias cúpulas de hormigón alberga un espacio lóbrego y mal alumbrado que, sin embargo, se ilumina con la animada cháchara de la compraventa. El pescadero piropea con naturalidad a una encorvada anciana que camina con la vista en el suelo: ¿Qué se te ha Perdido guapa?... que cada día estás más guapa", y el dependiente de la frutería pregona la calidad de sus productos con una cantinela por la que no pasan los siglos. Señala Ramón "que las mujeres que menos compran son las que más protestan y preguntan", pero no, hay tendero que se inmute ante el secular acoso de estas clientas arquetípicas, eternamente insatisfechas y desconfiadas.

El mastodóntico y desangelado edificio actual que sustituye al que fue derribado en 1956, en aras de una presunta modernización, es obra del

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arquitecto municipal Martínez Cubells que construyó esta mole de hormigón a modo de búnker sobre el solar donde hasta la fatídíca fecha mencionada se elevaba una armoniosa construcción de hierro, firmada por Calvo Pereira en 1875 y edificada por una empresa francesa, heredera de las técnicas del ingeniero Eiffel, utilizando 3.500 toneladas de hierro importadas de Inglaterra y que tras la demolición nadie sabe adónde fueron a parar. El único ornamento del mercado actual es una obra del pintor Rincón, fechada en 1962, un kilométrico y geométrico mural que recoge fielmente una curiosa y detallada panorámica de la ciudad con sus principales monumentos.

A la cara amable, abigarrada y bulliciosa del mercado diurno y de su zona de expansión se contrapone la cruz de una leyenda negra y nocturna, la sombra de los ajusticiados entre las aclamaciones del público, el recuerdo del pavoroso incendio del teatro Novedades en 1928, la demolición del convento de San Millán y del hospital de doña Beatriz, Galindo, La Latina, traductora de Aristóteles y maestra de Isabel la Católica. y una larga nómina de sucesos de sangre sucedidos entre los parroquianos de los tabernuchos que abrían sus puertas en el entorno del mercado en el siglo pasado y que llegaron a contar con una ronda permanente de alguaciles, a los que como escribe Bravo Morata, nunca les faltó el trabajo "porque en el curso de los cien años del siglo XIX se registraron no menos de 40 muertos y 700 heridos". En fechas mucho más recientes al hacer obras en un mesón, premonitoriamente llamado del Lobo Feroz, se encontró emparedado el cadáver de una prostituta y se desempolvó una turbia historia de crímenes sexuales que engrosaron durante algunos meses la crónica negra y canalla de la ciudad.

Pero ni presagios ni recuerdos consiguen lastrar el ánimo de los habitantes de este cogollo castizo de la ciudad. En el teatro de La Latina relucen cada noche plumas y lentejuelas a la luz de las candilejas para poner en pie un repertorio que no hubiera sido muy del agrado de la severa doña Beatriz, cuyo apodo celebra el nombre del coliseo y en el verano se abren las populosas terrazas en la Carrera de San Francisco y plazas aledañas, las viejas tabernas con el suelo tapizado de serrín renuevan puntualmente su pintura y van mejorando las condiciones de higiene y salubridad sin renunciar ni a sus recias especialidades ni a su clientela tradicional a la que se suman los jóvenes nativos o inmigrados a un barrio de luces y sombras en el que late a borbotones el corazón de la ciudad.

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