Robos de Primera
Muestra de anecdotas sobre la picaresca en los comercios
Le gustan demasiadas cosas para ser cierto, vuelve una y otra vez a toquetear el compacto o el videojuego -y a veces hurga en el envoltorio- mira constantemente hacia los lados... Con esos síntomas, una cámara de vídeo puede pensar mal. La supertienda cultural Fnac ha prestado a EL PAÍS una muestra de cuanto ve su ojo vigilante, que presencia anécdotas dignas de la mejor tradición pícara española. Otro comercio, Crisol, contó una historieta y otra empresa que prefirió no ser citada añadió dos curiosidades.El melómano reprimido. Hombre de los de traje impoluto y caro, profesional liberal. Sorprendido en plena rapiña de compactos de música clásica, explicó que, por su condición de melómano consumista, su esposa le había prohibido gastar dinero en su gran afición.
El tesoro del tambor. Una mujer tomó un tambor de detergente grande, de los antiguos. La cámara vio cómo lo abría. Al llegar a las cajas, las empleadas -avisadas por sus compañero sabrieron el tambor, y dentro, además del polvo para lavadoras, encontraron... una videocámara. La señora disimuló: "¡Anda! ¡Me ha tocado el premio!".
El motorista negociante. Un caco habitual de otros centros aparcaba la moto -repleta de mercadería- frente a la tienda y al ver a alguien interesado en un disco que él tenía se acercaba para decirle que se lo podría vender más barato. El negocio se cerraba fuera.
Las cleptómanas. Suelen ser lo que se llama señoras de buen ver (a los hombres apenas les pasa): arregladas, de mediana edad y con poderío económico. Roban desordenadamente, da igual un vídeo de Cindy Crawford que un tratado de economía, la cuestión es llevarse algo. Alguna sacará luego un certificado médico que da fe de su mal. El marido, alertado por teléfono, le saca las castañas del fuego. Un esposo llegó a decir: "Hagan con ella lo que quieran; yo ya no me hago cargo".
El ciego cargado. Un ciego visitó la tienda con sus solícitos hijos. Ellos se encargaban de coger los discos y colocárselos al padre. Terminada la faena, avisaron al vigilante para que el inválido bajase en el ascensor. Para llegar a él no se pasa por las pantallas que detectan los artículos robados. Pero la cámara ya lo sabía.
La tarjeta del millón. Una joven de aspecto descuidado llenó dos cestas con vídeos y bandas sonoras de películas, y de una manera muy extraña sin escoger, rápidamente. Un empleado de seguridad se acercó. Ella explicó que pensaba comprar mucho porque su tarjeta le daba crédito de un millón y medio diario. El empleado esperó. La chica pretendió pagar con una tarjeta de una hamburguesería. Al ser rechazada su moneda, se ofendió muchísimo.
Las monjas curiosas. Dos religiosas jovencitas con hábito y toca. Tomaron un objeto en las manos: un vídeo erótico, tal y como vio un vigilante jurado. Ellas, azoradas al sentirse descubiertas, escondieron la película, subieron al piso donde se venden los discos y se pusieron a escuchar con los auriculares sendos compactos de música country. Allí abandonaron la película.
El videojuego. Suele ocurrir en Navidad, cuando el niño pide... el último vídeo de Walt Disney. Un presunto padre explica, al ser sorprendido robando, que no tiene dinero para comprar el videojuego que quiere su hijo, ese que tanto anuncian.
Pescadillas congeladas. Una mujer de amplios refajos escondió bajo los pliegues de la falda unos cuantos pescados congelados. Cuando- llegó a la caja, le dio un vahído y se desplomó. El frío hace estragos.
Muy sexual. Es como un cazador. Entra en la planta, se coloca los cascos para escuchar un disco, pero su mirada rastrea en busca de una dependienta o una clienta excitante. Cuando encuentra la mujer deseada, su mano se abandona al onanismo. Para disfrutarlo, un bolsillo sin fondo en el pantalón y un dispositivo de plástico para que el resultado del regodeo no manche. Pero no hubo daños a terceros.
Compenetrados. Un hombre toma una cinta del estante. La introduce en el bolsillo y se coloca unos cascos. El vigilante se acerca y le invita a acompañarle. Pero el guardia desfila primero, y el ladronzuelo, a su espalda, deja el botín en otro estante. No le encontrarán nada. La cinta se la lleva, un segundo después, su amigo compinchado.
Impenitentes. Algún lector exagera la invitación de la Fnac de hojear y leer libros sin pagar. Al salir lo colocan desordenado, escondido, tras marcar la página en que se quedaron. Al día siguiente vuelven.
Un caro despiste. Un hombre salió de una tienda Crisol cargado con 70.000 pesetas en libros. Al sonar las alarmas y acercarsele el vigilante, espetó: "iHuy!, ¡qué despiste!". Se dio la media vuelta y pagó religiosamente.
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