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Tribuna:TRAVESÍAS
Tribuna
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Un idiota de izquierdas

Antonio Muñoz Molina

De todas las formas posibles de heroísmo intelectual, una de las más descansadas es apuntarse heroicamente a algún bando ganador y someter a escarnio y descrédito a los que han perdido. Desde hace más de una década, el bando ganador en el mundo es el de los que se llaman a sí mismos liberales, saqueando en beneficio propio una hermosa palabra española que primero tuvo que ver con la generosidad y la nobleza de espíritu y luego, desde las Cortes de Cádiz, con la aspiración entusiasta hacia las libertades cívicas. En Estados Unidos, la palabra liberal designó hasta hace no mucho a las personas ilustradas y progresistas, herederas de aquella magnífica generación que optó en los años treinta por Franklin Delano Roosevelt y por la simpatía hacia la República española. Liberales eran quienes participaron en la oceánica marcha sobre Washington y escucharon la voz bíblica y arrebatadora de Martin Luther King, quienes emprendieron, hombres y mujeres, blancos y negros, a lo largo de aquella década, la tarea formidable de ganar la igualdad civil de las razas y los sexos y no renunciar al sueño de la justicia.Ahora liberal significa oirá cosa. Significa, exactamente que uno se afilia a una variedad de fundamentalismo según la cual todo aquello que frene o estorbe los impulsos más crudos de la economía capitalista y la pasión por el enriquecimiento de los más ricos es un atentado contra la libertad, una conspiración contra las leyes del mercado, que se encargan por sí solas de crear la prosperidad. y difundir la justicia. El enemigo contumaz, aunque ya en retirado, es, por supuesto, la izquierda, y no sólo la izquierda totalitaria que ya era un fósil ideológico y administrativo mucho antes de que cayera el muro de Berlín, sino también, o sobre todo, la izquierda, socialdemócrata o liberal que desde principios de siglo ha intentado sensatamente, en unos cuantos lugares del mundo, crear condiciones de libertad solidaria, de bienestar público, de equidad social.

Ni el descanso de los domingos, ni la jornada de ocho horas, ni la prohibición del trabajo infantil fueron emanaciones generosas de la economía de mercado, y ni siquiera el sufragio universal o las libertades que los marxistas dogmáticos llamaban despectivamente libertades formales: cada uno de esos derechos, que ahora nos parecen a todos naturales, fue el resultado de huelgas tenaces y obstinaciones progresivas, del empeño de generaciones enteras de trabajadores a los que el simple hecho de pertenecer a un sindicato podía convertir automáticamente en forajidos.

A lo largo de este siglo, y más aceleradamente tras el final de la II Guerra Mundial, algunas de las libertades y de los derechos que habían sido sueños insensatos para los pobres y los débiles empezaron a cumplirse en unos cuantos países, sobre todo europeos: la extensión universal de la instrucción pública, lo mismo para los niños que para las niñas; la posibilidad, hasta entonces inaudita de que un enfermo pobre recibiera idéntico trato sanitario que un rico; la esperanza de' que al llegar a la vejez una persona que hubiera trabajado durante toda su vida no se encontrase de pronto arrojada al desamparo y a la necesidad.

Son sueños módicos, incluso vulgares, pero tienen el mérito de que pueden cumplirse y de hacer un poco más habitable el mundo. Son sueños caros, desde luego, pero sólo hasta cierto punto. Los que ahora se llaman liberales en Estados Unidos protestan por lo caro que sale el sistema de las escuelas o de la beneficencia pública, pero a la vez son partidarios fervientes de la construcción de nuevas cárceles. Un hospital público o una escuela sin duda no son más costosos que una cárcel, y de las escuelas y de los hospitales cabe la posibilidad de que salgan un cierto número de ciudadanos ilustrados y saludables. De las cárceles no salen más que desesperados que a la larga necesitarán más prisiones y más carceleros y policías para custodiarlos.

Cuando yo estaba en la universidad, esos avances en la sanidad y la educación recibían el desprecio de la izquierda más canónica, que las consideraba trampas reformistas, vergonzosas limosnas arrojadas por el capitalismo a la socialdemocracia en pago por la- gestión de sus intereses. Qué listos hemos sido. Nos fiábamos menos de Olof Palme que de Ceausescu. Ahora quedan todavía, en la izquierda española, dirigentes que no han superado el sectarismo suicida de la III Internacional, pero quienes se gradúan con más eficacia en el desprecio y el sarcasmo son los nuevos liberales, que tienen en Mario Vargas Llosa su monótono predicador semanal y acaban de recibir el esfuerzo risueño y animoso de un trío que es como el trío Los Panchos de la militancia a favor de las bondades sin límite del capitalismo.

A Plinío Apuleyo Mendoza, a Carlos Alberto Montaner y a Alvaro Vargas Llosa, autores del Manual del perfecto idiota latinoamericano, les dan mucha risa las idioteces y las tonterías de la izquierda, y, como son tan cosmopolitas, se burlan del provincianismo antinorteamericano de los intelectuales españoles, al que no reparan en atribuir simultáneamente orígenes fascistas y estalinistas. A mí me parece bien que se rían. Las personas de izquierdas hemos sido con frecuencia ridículas y obtusas, y no podremos recobrar del todo nuestra lucidez y nuestro empuje político hasta que no hayamos reflexionado sobre nuestros errores y abjurado de los ídolos siniestros a los que algunas veces rendimos pleitesía. Pero el suelo y la necesidad de la justicia no tienen ninguna risa, al menos para quienes no pertenecen a la selecta minoría de Mendoza, Montaner y Vargas, que constituyen la mayor parte del género humano. Hace poco, en una plaza de Praga, sobre el pedestal donde había estado una estatua de Lenin, pusieron otra de Michael Jackson. Creo que es lícito vindicar el derecho a no inclinarse ante ninguna de las dos.

Además, y ya puestos a reírnos, tal vez tenga también algo de risa la devoción conversa de estos intelectuales por talentos de la talla de Ronald Reagan, de Margaret Thatcher, incluso de José María Aznar.

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