Los 'lagartos' sobreviven en Rosales
Juan Muñoz regenta una de las terrazas más antiguas, inaugurada en los años treinta
Hay lugares en la ciudad que desafían a las leyes de la geometría. Un ejemplo es la esquina del paseo de Rosales con la calle de Ferraz, antes de enfilar hacia Bailén, que en vez de terminar en punta es chata y se sitúa junto a una plaza que tampoco lo es pero que como tal figura en el callejero con el nombre de Marqués de Cerralbo. Julián Muñoz, un emigrante toledano, aprovechó tan curioso lugar para abrir una bodega allá por los años treinta. Desde entonces, sólo cerró sus puertas durante los tres años que duró la guerra civil porque la zona estaba situada demasiado próxima al frente.Julián murió en 1986, a los 84 años, pero dejó el negocio en buenas manos, en las de su hijo mayor, Juan, quien heredó además del bar los recuerdos de su progenitor. "Me contó que uno de los primeros muertos que hubo en Madrid al comienzo de la guerra fue precisamente aquí. La gente se metía en el bar a esperar porque justo al lado paraba el tranvía. Una mañana, a las siete, un hombre cayó desplomado sobre una mesa. Mi padre pensó que se había desmayado, pero al levantarlo vio que tenía la cara destrozada. Una bala le había agujereado la nuca". A pesar de que el barrio había quedado destrozado tras la contienda, el edificio donde está situado el Bar Muñoz quedó intacto y en 1939 su dueño lo puso en marcha de nuevo.
"Yo comencé a trabajar aquí después de hacer la mili en 1961. Tenía 22 años y ya he cumplido 57. La terraza se llenaba de familias en verano. Iban al cine a la Gran Vía y después venían aquí a sentarse al fresco y tomarse su vino y su tortilla de patatas. Aquí hemos servido hasta zarzaparrilla. La terraza, una de las primeras de esta zona, era grandísima, llegaba casi hasta la esquina de la calle de Luisa Fernanda y en el centro había un monumento a la aviación. Pero cuando trajeron el Templo de Debod, tuvieron que hacer un paso para los coches y autobuses y quedó reducida a menos de la mitad".
A finales de los sesenta un grupo de universitarios descubrió el local y lo bautizaron con el nombre con el que se conoce en la actualidad, Los Lagartos. "Fueron unos estudiantes de Santander que venían aquí todos los días a echarse la partida. En vez de ponerles un cubalibre entero, les ponía la mitad, y ellos no se por qué, le llamaban lagarto. Todavía cuando vienen a Madrid se acercan a verme. Están muy bien situados. Uno de ellos es el mayor accionista de la marca Pascual", comenta.
El caso es que el lagarto se hizo famoso y se convirtió en la bebida típica de la casa. Entonces costaba 10 pesetas y ahora 225. Juan cuenta satisfecho que en un viaje de Valencia a Ibiza, en el barco, unos jóvenes le reconocieron y exclamaron: "¡Juan, el de Los Lagartos!". Y es que si de algo se siente orgulloso este barman es de su buena relación con los estudiantes, que le han sido fieles durante más de tres décadas. "Me gustan los jóvenes. Son estupendos. La gente mayor, y yo lo soy, se vuelve un poco rara. Los estudiantes llenan los dos salones en invierno.. Todos son amigos míos, dentro y fuera de la barra. Alguna vez me saluda alguien calvo y con barriga y resulta que es un antiguo estudiante. Cambian tanto que me cuesta reconocerlos". Juan no ha querido sustituir el primer nombre de su local (que se sigue llamando Muñoz) por el de Los Lagartos porque, explica, le gusta su apellido.
El bar apenas ha sufrido algún cambio en su decoración. No se ha dejado seducir por el diseño. "Aquí no ponemos música para no molestar a los vecinos. Es un sitio tranquilo y a las dos de la madrugada cerramos porque nos gusta cumplir la normativa. Pero también viene gente guapa, como en todos los sitios. En la fisonomía también se ha notado el paso del tiempo, para mejor. Con lo mal alimentados que estábamos antes, no veas la pinta que teníamos".
Parada de oficinistas
En cambio ha visto cómo el barrio se ha ido transformando, primero poco a poco, y luego, muy deprisa. "Cuando era un chavalín jugaba encima del Cuartel de la Montaña. Era una explanada de arena. No existía el parque de Debod ni había coches. Cuando pasaba uno, cada 25 o 30 minutos, un portero gritaba '¡coche!'. Madrid era enano, o eso me parecía. El ambiente estaba en la Gran Vía y Callao, que estaban llenas de terrazas. Era un hervidero de gente. Las familias ya no salen. Tienen miedo a que les pongan una navaja en el cuello. Eso le ha afectado al negocio. Antes no dábamos abasto a servir raciones de calamares y gambas, o se sentaban a tomarse una horchata o una cervecita. También se ha notado a la hora del aperitivo. Los días de diario estaba lleno de oficinistas. Bajaban a todas horas. En cambio ahora, como nos hemos vuelto europeos, los tienen muy controlados y sólo les dejan salir una vez". Aunque a él tarea no le falta. Tiene cuatro camareros fijos -que llevan en la casa más de 30 años-, otros dos de temporada y una cocinera.Le gusta charlar con los clientes y dice que una barra de bar es la mejor escuela de la vida. "Las personas se sinceran mucho. Empezamos hablando de fútbol y terminamos hablando de mujeres y de política, y hasta de -secretos de Estado", apunta con tono enigmático.
"Descubres cosas, pero nosotros no hacemos caso. Servimos y nada más". Bebe lentamente y cuando alguien le invita, cambia la copa con la excusa de que está caliente. Es su secreto para no haberse convertido en un alcohólico. "El alcohol es la peor droga de todas. Yo he visto a muchas personas que han destrozado su vida por beber. En la iglesia del barrio hay un mendigo que era un músico excelente. Trabajó con un famoso cantante, la bebida le ha arruinado la vida". Presume de amigos famosos que han frecuentado su bar.
"Con Patxi Andión tengo mucha amistad. Me invitó a su primera boda con Amparito Muñoz. Y el actual ministro de Defensa, Eduardo Serra, ha vivido en este edificio durante muchos años. Le conozco de toda la vida. Creo que dentro de muy poco vamos a tener como vecina a Carmen Sevilla, que se ha comprado un piso en el edificio de al lado". Los planes de Juan son servir lagartos hasta que se jubile y después pasarle el relevo a su hijo para que la tradición continúe.
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