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Los mitos fundadores de la nación

Sabemos desde el siglo XVIII, gracias a la Ilustración y al empeño posterior de los historiadores críticos, que todas las historias nacionales y credos patrióticos se fundan en mitos: el prurito de magnificar lo pasado, establecer continuidades "a prueba de milenios", forjarse genealogías fantásticas que se remontan a Roma, a Grecia o a la Biblia, obedece sin duda a una ley natural de orgullo y autoestima, pues los hallamos en mayor o menor grado en el conjunto abigarrado de Estados y naciones que integran el continente europeo. No tengo nada contra los mitos y su fecunda prolongación artística y poética, a condición, claro está, de no olvidar su carácter ficticio, elaboración gradual e índole proteica, ya que estos mitos, manejados sin escrúpulo como un arma ofensiva para proscribir la razón y falsificar la historia, pueden favorecer y cohesionar la afirmación de "hechos diferenciales" insalvables, identidades "de calidad" agresivas y, a la postre, glorificaciones irracionales de lo propio y denigraciones sistemáticas de lo ajeno."El impulso revolucionario de los mitos", escribió Juan Aparicio, el inamovible director general de prensa durante los años más duros del franquismo, "dispara a las multitudes hacia querencias de un potencial terrible... El mito, cual una idea platónica, pertenece al dominio de Dios, quien lo ha cedido para su uso y devoción por los naturales de un país. El mito es, por lo tanto, de esencia nacional". No andaba errado el censor emérito: el recurso a los mitos fundacionales (Covadonga, Santiago, la Reconquista) por la Falange e intelectuales adictos al Glorioso Movimiento sirvió de base a la "Cruzada de salvación" de Franco y a los horrores de la guerra civil y de su inmediata posguerra. Aunque fláccidos e inservibles como globos pinchados en la España de hoy, estos mitos resurgen y lozanean, como gatos de siete vidas, en diversos Estados y pueblos europeos que creíamos vacunados para siempre tras la derrota del fascismo. Las referencias mesiánicas de Le Pen a Clovis, Poitiers y Carlos Martel -cuyo potencial explosivo es amortiguado, por fortuna, por dos siglos de tradición laica y republicana- son paralelas a las burdas manipulaciones, de la historia serbia y también croata, que condujeron en fecha reciente a la infame "purificación étnica" y al genocidio de 200.000 musulmanes. Ahora, este impulso mítico dispara a las multitudes rusas, víctimas desnortadas del desplome súbito de la URSS, a la busca de "esencias puras" y de su "alma vendida", esto es, con fórmulas acuñadas por la Falange y el Fascio. El cotejo de los textos escritos por los bardos e ideólogos de Mussolini y José Antonio Primo de Rivera con los de los inspiradores de Le Pen, Milosevic, Karadzic o Zhirinovski, y el del lenguaje troquelado por el nacional-catolicismo español de la primera mitad de siglo con el de las Iglesias ortodoxas rusa, serbia o griega, resulta a este respecto tan concluyente como sobrecogedor. Como dice el lúcido e incisivo ensayista serbio Iván Colovic, refiriéndose al discurso oficial del nacionalismo étnico, el escenario iconográfico político " evoca y recrea un conjunto de personajes, sucesos y lugares míticos con miras a crear un espacio-tiempo, igualmente mítico, en el que los ascendientes y los contemporáneos, los muertos y los vivos, dirigidos por los jefes y héroes, participen en un acontecimiento primordial y fundador: la muerte y resurrección de la patria".

Como vamos a ver, esta leyenda de muerte y revivificación -escamoteadora de la realidad del Ándalus y de la Castilla de las tres castas- es el mito original de España.

1. La panoplia lepeniana cifrada en la tríada de Clovis, Carlos Martel y Juana de Arco no es mero folclor ni decorado de carrozas verbeneras. En nombre de Occidente y sus héroes sin mácula, grupos fascistas y xenófobos, en la nebulosa del Frente Nacional, apalean y asesinan a inmigrados magrebíes cuyo único crimen estriba en su supuesta descendencia de los sarracenos aplastados por el titánico martillo de Carlos. El proyecto de una Francia pura, una Francia francesa, se edifica así -como el de la Serbia pura, la Serbia serbia- sobre un frágil castillo de leyendas y patrañas. Aunque, a diferencia de sus colegas españoles, los historiadores del país vecino no incurran en el dislate de llamar franceses a los galos ni considerarse compatriotas de Vercingétorix, y el milagroso bautizo de Clovis, reseñado el año 948 por Flodoard, no haya sido nunca tomado en serio por su fantástica convergencia de portentosos lances, el mito de Poitiers resistió con mayor éxito al escrutinio del investigador.

Si bien Feijoo prevenía a sus lectores contra la índole novelesca de la proeza del héroe franco, salvador, según las crónicas antiguas y aun modernas, de la civilización cristiana, el mito aguantó un largo asedio de críticos y eruditos antes de derrumbarse. Desde Pablo Diácono, para quien 375.000 sarracenos perecieron en la batalla, hasta la rimada Crónica latina anónima del año 854, pasando por los relatos de Teófilo y los monjes de Moissac, este acontecimiento trascendental se engalana de ostentosas inverosimilitudes y levita en un ámbito manifiestamente novelesco. La presencia del ejército árabe en el lugar es a todas luces tan fantasiosa como la extravagante identidad de Mahoma, atribuida a un tal Mahou, cardenal franco aspirante al Papado que, movido por el despecho de su fracaso, habría ido a predicar su nueva y nefanda doctrina a los nómadas salvajes de Arabia. La crítica posterior de Henri Pirenne, Lucien Musset y el análisis mitoclasta de Edward Said en su imprescindible Orientalismo desmontan el andamiaje tan laboriosamente armado.

¿Cómo podía haber llegado la veloz caballería árabe, como quien dice de un tirón, a Poitiers el año 732, sin la- intendencia y abasto indispensables a la travesía de mares, desiertos y montañas, en medio de pueblos aguerridos y hostiles? ¿No se contradice tan mirífica hazaña con la precisión del monje de Monte Cassino que, en la segunda mitad del siglo VIII, relata la llegada de los presuntos sarracenos "con sus mujeres e hijos" a Aquitania, para instalarse en ella? Los jinetes céleres como el rayo, ¿llevaban consigo a su prole? Como veremos más adelante, las páginas en blanco de la historia, en razón de la falta de documentos fidedignos sobre lo acaecido en el siglo VIII, per

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