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Tribuna
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Repetimos

"El problema de Felipe González es no haber asumido la responsabilidad política en su momento", declaró el jueves pasado el- portavoz del PP en la Comisión de Justicia del Congreso, Andrés Ollero. Lo hizo tras conocerse la resolución del Tribunal Supremo sobre si el ex presidente debía o no ser llamado a declarar en relación al caso GAL Un día después, el socialista Joaquín Leguina discutió esa opinión en la radio. Tal asunción de responsabilidades, vino a decir, no evita, sino enerva, la exigencia de responsabilidades penales por parte de los amantes de las emociones fuertes. En un libro reciente sobre la criminalidad de los gobernantes, Luis M. Díez Picazo concluye, por el contrario, que "donde la responsabilidad política funciona mejor suele ser menos necesario llegar a la responsabilidad penal".Hay algún antecedente que confirmaría la impresión de Leguina. Todo el mundo exigió la dimisión del entonces ministro de Sanidad, Julián García Valverde, cuando se descubrió un escándalo relacionado con una compra de terrenos por parte de Renfe, empresa pública que había presidido. El ministro se resistió durante algunas semanas, aduciendo que él no conocía nada de las supuestas irregularidades, pero finalmente admitió que la responsabilidad era suya y dimitió. Desde sectores que se habían señalado en la exigencia de dimisión inmediata se pasó entonces a reclamar acciones penales con el argumento de que su renuncia demostraba que García Valverde era culpable: "Si no lo fuera, no habría dimítido", se alegó. Pero, si la renuncia al cargo equivale a reconocerse culpable penalmente, tendrían razón quienes sostienen que las responsabilidades políticas sólo podrán ser la consecuencia de una sentencia firme de los tribunales.

Cuando se dice que González debió haber asumido su responsabilidad política en el caso GAL, ¿significa que debió responder a Iñaki Gabilondo: "Sí, señor, yo soy el organizador de los GAL"? De eso le acusa Damborenea, y ésa es la diferencia con otros precedentes que a veces se invocan. Cuando se dice que aquí ha faltado la gallardía de Margaret Thatcher declarándose personalmente responsable de los disparos que acabaron con las vidas de tres activistas del IRA en Gibraltar ("yo disparé", parece ser que dijo), se olvida un detalle: que nadie la acusaba de eso y que, por tanto, podía decirlo sin temor a implicaciones penales.

Decir "sí, soy culpable", no sólo es más de lo que cabe esperar, sino más de lo que sería justo esperar. Porque esa responsabilidad nunca será directa y, en todo caso, estará sometida a consideraciones de naturaleza política -evitar un mal mayor, como, por ejemplo, un golpe militar- no reducibles a términos jurídicos: no invocables en un juicio. Pero existe una forma de asumir la responsabilidad que sí cabe esperar de un político democrático en determinadas circunstancias: la renuncia a prolongar su carrera; a la posibilidad de volver a ejercer el poder. Marcharse con los secretos de Estado en la conciencia es una forma de reducir la inevitable tensión entre el Estado de Derecho y la democracia. Que los savonarolas del momento lo nieguen no impide que tal tensión sea, como sostiene Díez Picazo, consustancial al constitucionalismo: "El reduccionismo democrático Conduce a la razón de Estado, en virtud de la cual la defensa de los intereses públicos justificaría el empleo de medios contrarios a la legalidad"; pero tampoco "parece razonable sacrificarlo todo, incluida la democracia misma, a fin de que se haga justicia. Ambas posturas extremas pueden conducir a una deslegitimación del Estado democrático de derecho".

La asunción de responsabilidades políticas mediante la retirada tal vez no evite el proceso penal,, pero al menos dará autoridad a los ciudadanos para pedir prudencia a los jueces. Que de entre las varias posibilidades de actuación en el marco de la legalidad no elijan necesariamente la que consideren más desestabilizadora, la que ocasione un mayor descrédito de las instituciones o la que es más probable que conduzca a callejones sin salida. Y si alguien sigue sosteniendo que los jueces no tienen que ser prudentes ni imprudentes, sino limitarse a aplicar la ley, que lea el auto del juez Garzón que se publica hoy en la primera página de todos los periódicos.

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