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Sobre embrollos y esperpentos

Seguramente será verdad que los caracteres nacionales no existen. No es raro que los mismos sociólogos que explican eso con muchas y buenas razones se admiren en privado del respeto de los suizos por la ley o censuren la reverencia excesiva de los alemanes por la autoridad, o más frecuentemente coincidan con los legos en la afirmación común de que los españoles no tenemos remedio; probablemente serán debilidades que no debemos tomar en cuenta. No imputemos, por tanto, la cosa a nuestro carácter nacional, pero la verdad es que, sea cual sea el origen de este rasgo, los españoles nos inclinamos más al juicio que al análisis. Calificamos con rotundidad las conductas ajenas, sobre todo para condenar, pero raramente nos preocupamos por ir más allá de las apariencias en lo que toca a los hechos. En cuanto alguien los define, lo único que nos importa ya es el juicio sobre la conducta de los actores.Valga como ejemplo el famoso embrollo de los papeles del Cesid. Apenas hay quien coja la pluma en los periódicos o la palabra en la radio si no es para condenar la decisión del Gobierno de no atender la petición de los jueces para desclasificarlos, con la que se cierra, suele decirse, la posibilidad de condenar a los responsables de los crímenes del GAL. Pocos son, si alguno, los que se preguntan si el Gobierno podía hacer lo que se le pedía y si de su negativa se siguen tan terribles consecuencias. Y sin embargo, algunas razones hay para dudar de lo uno y de lo otro.

Por de pronto, la tan manida desclasificación, como opuesto de la clasificación, significa, cabe suponer, que se permite el acceso a los papeles de todos los españoles, o al menos de todos los interesados, y desde luego de los jueces, que hasta entonces lo tenían vedado. Los papeles cuya desclasificación se solicita son, sin embargo, de dominio público desde hace mucho tiempo; han sido publicados incontables veces y figuran, desde luego, en manos de los jueces, que los han podido tomar de la prensa o les han sido entregados por ésta o por otros encausados, o milagrosamente los han encontrado en la celda en donde alguno de éstos espera la decisión de la justicia. Conocidos lo son ya hasta la saciedad. Lo que los jueces han pedido al Gobierno no es, por tanto, que levante un secreto que no existe, sino algo bien distinto. Algo así como lo que en la jerga administrativa se llama la adveración de fotocopias: que certifique que las que obran en manos de los jueces coinciden con el original, y esto es algo bien distinto. El contenido de los papeles afectará o no a la defensa nacional, pero si ésta requiere en algún caso el secreto, quedaría más bien malparada si los organismos encargados de mantenerlo se vieran obligados a colaborar con quienes lo violan, certificando que los documentos publicados habían sido efectivamente sustraídos. Dicho en otros términos, la sustracción da a tales documentos una relevancia que sin ella tal vez no tendrían. Quienes montaron la operación, si realmente los hubo, no estuvieron bien asesorados.

Otra cosa es, y éste es un segundo y muy interesante aspecto de la cuestión, que el propio Gobierno acuse a alguien de la sustracción. No parece posible tomar en serio esta acusación si quien la hace no certifica o demuestra que los papeles que se encuentran en poder del presunto ladrón, o que éste ha difundido o entregado a otros, no eran efectivamente secretos. Si no lo hace, el acusado no podrá ser condenado, y si lo hace, no se necesita más para que los jueces los tengan por verdaderos. Es decir, por documentos que efectivamente se guardaban como tales en un archivo administrativo. Nada menos, pero, como a continuación veremos, tampoco nada más. Dicho también en resumen: la acción dirigida contra Perote dispensa en buena medida de la necesidad de la adveración. Quizá en toda la medida.

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Tengámoslos por buenos para que el infiel no quede sin castigo, pero a partir de ahí ¿qué hemos ganado exactamente? En términos procesales no se trata de documentos públicos cuyo contenido da fe de lo que en ellos se dice, a menos que se demuestre su falsedad, sino de documentos privados, por muy administrativos que sean, que a lo más prueban que alguien dijo algo en un determinado momento. Alguien que ni estaba obligado a decir verdad ni quizá quería decirla. Probablemente no sea éste el caso, pero la historia contemporánea está llena de ejemplos, alguno de ellos próximo a nosotros en el tiempo y el espacio, de servicios que han conspirado contra sus Gobiernos. En definitiva, los papeles serán, en el mejor de los casos, una prueba más, pero no concluyente.

No depende de la desclasificación de los papeles el enjuiciamiento penal de los responsables políticos del GAL, ni parece probable que, con papeles o sin ellos, puedan éstos recibir jamás condena penal alguna. La cadena que los une con los autores directos de los crímenes es demasiado larga y sus eslabones demasiado numerosos y oscuros para que un tribunal penal pueda subsumir su conducta sin sombra de dudas en un tipo delictivo, y en la duda no se puede condenar.

Esto es seguramente lo que siempre se ha querido con la judicialización de la responsabilidad política, una vía animosamente emprendida por el PSOE hace ya muchos años y seguida después con entusiasmo y notable miopía por el PP mientras fue oposición. Una vía que no conduce a parte alguna si no es a un embrollo cada vez mayor, a un esperpento cada día más grotesco. Una vía que, por todas esas razones y algunas más, deberíamos abandonar cuanto antes. Que la justicia siga su curso, puesto que ya está en marcha, pero dejémosla en paz y no esperemos de ella lo que no podrá dar. Para considerar responsables políticos del GAL a quienes gobernaban el país en los años que él actuó sobran jueces y fiscales y abogados. Que cada cual establezca esa responsabilidad como quiera y saque de ella las consecuencias que su conciencia de ciudadano le dicte. No es imposible, sino más bien probable, que la judicialización de la justicia no sea fruto sólo de las arteras manipulaciones de los gobernantes, sino también de la ausencia de sentido cívico de los ciudadanos, que encuentran en ella un excelente alibí. Pero de ello, otro día.Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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