Las pasiones y sus razones.
Al señor K, álter ego de Brecht , el soldado le apartó brutalmente de su camino y lo hizo bajar a la calzada embarrada. El soldado pertenecía al Ejército del país vecino, cuyo Gobierno nacionalista había invadido su país. En aquel momento, el señor K odió a sus vecinos. Luego reflexionó: "Lo peor de los nacionalismos es que te conviertan en nacionalista".El desafortunado debate actual corre el riesgo de oponer nacionalismos viscerales y oportunismos políticos. Se ataca el nacionalismo catalán o vasco en nombre de otro nacionalismo que históricamente ha sido más esencialista y retrógrado, el español. Se provocan reacciones previsibles, quizá deseadas. El discurso provocador juega a la predicción creadora: suscitar reacciones extremistas que lo justifiquen a posteriori.
Una crítica obvia, pero necesaria, a este tipo de debates agresivos es el de su unilateralidad. Satanizar los nacionalismos supone tanta cretinez intelectual como dislate político. Aunque se critiquen aspectos perversos reales o potenciales. Los nacionalismos poseen, además de la prueba irrefutable de su ser, una épica histórica impresionante. Sin ellos no habría habido movimientos de liberación nacional en el siglo XX. Ni las revoluciones democráticas anteriores, empezando por la americana y la francesa.
La peor manera de enfrentarse con un nacionalismo es negarlo, reprimirlo o descalificarlo. Primo de Rivera pronosticó que 25 años de política represiva de la lengua y la cultura catalanas resolverían "el problema de Cataluña para siempre". Franco aplicó la receta. Con éxito descriptible. Excitar las pasiones, aquí como en todo, sólo conduce al crecimiento del objeto. A los apasionamientos nacionalistas se opone la actual frigidez de los llamados partidos "nacionales" (PP y PSOE), que, con perdón, nos parece más una mezcla de oportunismo y de ignorancia que no un afán de racionalidad. Primero fue la LOAPA. Al PSOE, mientras tuvo mayoría absoluta, no se le ocurrió que los nacionalismos periféricos podrían contribuir a la gobernabilidad y a la consolidación de la democracia española. Y no es preciso recordar el muy reciente, desvergonzado viraje del PP inventándose una sensibilidad al respecto, perfectamente antagónica con la que siempre había manifestado, con el único fin de alcanzar el poder.
Gran parte de los dirigentes populares y socialistas, si se rasca un poco, resultan "nacionalistas españoles", y bastantes lo reconocen en privado y en público. Pero no es esto lo malo. Al fin y al cabo, si hay nacionalistas catalanes y vascos, también puede haber nacionalistas españoles (aunque ello convierte a los catalanes del PSOE o del PP en "corazones locos"). Lo malo es la falta de principios coherentes que se funden en un conocimiento riguroso de las múltiples dimensiones de la realidad política y permitan definir proyectos consistentes a largo plazo. No se trata de que los partidos "nacionales" españoles y los "nacionalismos periféricos" tengan que mantener un antagonismo permanente o gobernar siempre juntos. Como decía Edgar Fauré, no es esto lo importante, sino "saber con cierta precisión en qué se está de acuerdo y en qué se está en desacuerdo". Para lo cual hace falta saber qué se es y qué se quiere. Y aceptar que cada uno debe tener, además de razones y pasiones, una cuota de poder.
Haciendo un símil de catecismo, los debates políticos manifiestan una singular ignorancia sobre el mundo, el demonio y la carne.
Ignorancia del mundo actual. Las reacciones identitarias no son (o no son solamente) una adhesión visceral a un territorio, a una etnocultura y a una historia. No son un anacronismo histórico, sino la otra cara de la famosa globalización informacional y económica. Con lo bueno y lo malo, ambos procesos son tan ineluctables el uno como el otro. La política debe tratar de regularlos y de establecer una dialéctica positiva entre ellos.
Ignorancia del demonio, de la especificidad del mal. La política trata sobre todo del mal: conflictos, problemas, catástrofes, demandas insatisfechas, injusticias, privilegios, violencia... A veces puede apoyarse en dinámicas positivas, otras debe escoger el mal menor. La globalización provoca fracturas insoportables a nivel mundial, en cada país, en cada ciudad. Pero también multiplica los intercambios y las oportunidades. Las reacciones identitarias pueden ser excluyentes, inmovilistas, agresivas, fundamentalistas. Pero también pueden servir a reconstruir la cohesión social y a promocionar las comunidades territoriales. Una política flexible y creativa debería optimizar los aspectos constructivos de ambas dinámicas para reducir las dimensiones disgregadoras,que ambas también poseen.
Y finalmente, ignorancia de la carne. O de la importancia de las pasiones, del deseo y de los sentimientos también en política. Las personas y los grupos no se mueven sólo por intereses, como en general piensa la derecha, o por necesidades, como tradicionalmente ha pensado la izquierda. Para bien y para mal, actúan otras motivaciones, complejas y contradictorias: el afán de poder y la predisposición a servir, el deseo de acumular, riqueza y el sentimiento de solidaridad, la aspiración a ser aceptado y reconocido y la pulsión xenófoba, la emoción de compartir un proyecto y la huida hacia adelante individualista y del todo vale.
La pasión por sentirse miembro de un grupo, de afirmar su identidad y de participar en sus destinos es fuerte. Pero también puede serlo la pasión democrática y humanitaria (en todas las encuestas europeas,. los valores solidarios y tolerantes aparecen predominantes entre los jóvenes). Ambas pasiones, la identitaria o comunitaria y la humanitaria o igualitaria, enlazadas por la pasión por la libertad, pueden complementarse y no oponerse. Porque ambas expresan la lucha contra la muerte que distingue a la humanidad.
¿Cómo la política puede organizar positivamente tantas dinámicas y presiones contradictorias? ¿Cómo dar una respuesta simple -como se requiere en política y en casi todo- a una problemática tan compleja? Supongo que hay muchas respuestas posibles y necesarias. Permítanme, para terminar, apuntar una: los Estados, cuanto más plurinacionales, mejor. Son una mejor garantía para los derechos de todos y de cada uno. Mejor Yugoslavia que lo que hay ahora. Mejor la Unión Soviética que Rusia y el resto. Mejor Estados Unidos que Tejas y 50 más, etcétera. Mejor la Unión Europea que los Estados-naciones responsables de dos guerras mundiales. Y mejor y necesaria una España democrática y plural que contribuya a evitar el desarrollo de semillas totalitarias o fundamentalistas presentes casi siempre en los nacionalismos. Pero los Estados plurinacionales (España hoy, Europa mañana) no serán viables, no evitarán la disgregación, si no reconocen la realidad de las naciones o pueblos que los integran, su identidad y su voluntad de realizar proyectos colectivos. Es decir, de tener poder político. Es su seguro de existencia y pervivencia. Aceptar este derecho al poder político es reconocer el derecho a la autodeterminación de los pueblos de España, la necesidad de los referendos para que avance la Unión Europea y el desarrollo del famoso principio de subsidiaridad en todo y para todos.
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